Las malas películas son soportables y hasta perdonables. Algunas de ellas llegan incluso a arrastrar una indigestión de premios entregados por mediocres e interesados, pero lo insoportable para cualquier crítico es una película aburrida. En una palabra, un suplicio que ni la más refinada de las cortesanas de Oman sería capaz de inventar.
Ahí tienen ustedes a Piratas del Caribe: en el fin del mundo, lo más pretenciosamente mediocre que ha lanzado el cine en los últimos años. Ni la presencia del guapo de turno, Johnny Depp, en un papelón de filibustero amanerado, permite un gesto de perdón.
El realizador Gore Verbinski -hay que citarlo, como a los toros malos- se cree surrealista inventivo, busca efectos dalinianos y no se mete con Fritz Lang de milagro.
Imaginen lo triste que son estos piratas que ni siquiera se emborrachan, aunque han logrado un taquillazo con los analfabetos profesionales del mundo entero.
Ya sabemos que Douglas Fairbank, Errol Flynn y hasta Marlon Brando, cuando surcaban los mares usaban el ron con los preceptos de la santa política correcta y se emborrachaban con lindas damiselas, no con histéricas salvadoras del mundo. Pero qué clase tenían (me he olvidado de Clark Gable y probablemente de tantos otros).
Llevo una temporada queriendo decirlo pero siempre temo que alguien me linche. Estoy hastiado de niños guapos, al estilo anglosajón, que quieren imponerse a un resto del mundo temeroso al cual se vilipendia imitando a esos micos que nos apabullan con músicas insípidas y modas absurdas.
Los valores occidentales tienen que ser los suyos. Europa ya no los tiene y los poquillos que le quedaban los está perdiendo con las tenebrosas historias climáticas de las que Bush habla muy serio cuando todos sabemos que nada le importan.
Pero el negocio es el negocio. Además, lanzar películas como las de esos repulsivos piratas cumple una función política: permiten que a la gente no les molesten las tres neuronas y media que les quedan, que los niños se vuelvan más tontos y que sus padres terminen por sucumbir a un infarto de fealdad moral.
¿Imaginan lo que debe de ser la vida de un acomodador o de una acomodadora cuando les cae en desgracia una peliculita de estas, que incita al suicidio colectivo, a afiliarse a una secta de redentores bushianos, a comerse un bocadillo de calamares crudos o incluso a inmolarse en la puerta del cine aprovechando el momento en que el mecanismo abre y cierra las puertas de cristales?.
Un vaivén que podría incluso animar a las llamas a devorar, en un santiamén, al acomodador o acomodadora desesperados como si fueran esas palomitas purulentas por las que cobran un Potosí.
Anoche, cuando Johnny Deep me obligó a huir del cine faltando todavía media hora de proyección, me tropecé con una deliciosa acomodadora morena y gordita como a mí me encantan porque siempre me recuerdan a la adorable Marianne S gebrecht en Bagdad Café.
Me mostró mimosamente unos dientes blancos auténticos y masticadores y le sonreí pese al disgusto de la película. Comprendí que era una superviviente y que la suerte no la había obligado a andar con los piratas.
Estaba tan deprimido que ni se me ocurrió invitarla al BurgerKing que hay cerca del cine y donde suelo inmolarme cuando veo una mala película. Pero últimamente son tantas que ya me habría autodestruido.
La vida trae consigo a veces compensaciones. Frente a las payasadas de Johnny Depp, por la noche di en la televisión con la admirable película de Lasse Hasllstr m, She shipping news (Atando cabos), en la que Kevin Spacey cuenta lo mal que se siente en un mundo que no es el suyo como no es el de ninguno de nosotros.
Es un perdedor clásico, que sin un doblón en el bolsillo y con el cuerpo magullado por las bofetadas sin manos que da la vida encuentra una mediana felicidad en Terranova. (Cerca de esas tierras heladas hice yo una vez una escala de película yendo a La Habana).
Las cosas no acaban esplendorosamente para Kevin Spacey pero sí con un cuenco de esperanza, la que no tienen los piratas caribeños que un día u otro, y si el mundo cambia, perecerán de estupidez pura. Y una copita de esperanza es lo más a lo que hoy puede aspirarse.
sb/ag