En los últimos tiempos, la palabra exclusión, mal que nos pese, ha tomado carne en nuestras vidas hasta volvernos locamente incompatibles los unos para con los otros. Mientras los productivos siempre encuentran hueco social, los improductivos suelen caminar más solos que la una. La consecuencia es bien palpable, faltan obras de amor en un mundo jerarquizado a más no poder, dividido entre oprimidos y opresores, que descarta, rechaza y niega la mano tendida a quien no forma parte de su estatus social. Para sentir este repudio no es necesario irse al tercer mundo, en esta sociedad opulenta que nos ha tocado, a veces sufrir más que vivir, los desaires se exhiben descaradamente.
Aquel que no piensa como quiere la cúspide que se piense, se le envía al destierro. Sin miramiento alguno. Otra exclusión más. Se le suele arrinconar como si fuese un trasto inútil en vez de una persona, previo continuo y constante acribillarle el corazón a fuego despreciativo. Para más INRI, aún se le aplasta las entretelas para que no pueda quejarse y se le aparta del sistema productivo para que no pueda levantar cabeza. La venganza es el manjar más sabroso de los arrogantes. Imagínense la decepción democrática del ciudadano, cuando el descaro de la injusticia se inyecta en vena y se encuentra atado de pies y manos. Sólo le queda lo que al poeta, soñar la palabra e inventarse un sueño.
Por desgracia, no es un alucinación el creciente haber de excluidos. La política de exclusión, aunque siempre se ha dicho que es un mal gobierno y un pésimo reinado, no acaba de reencontrarse con el antónimo incluir. Una tomadura de pelo, máxime en un Estado que se define social. La sociedad, reflejo de una moda que repele la diversidad, acrecienta el universo de los marginados. Las bolsas de pobreza están llenas de inocentes. La distinción de clases es un muro inquebrantable. De corazón, ¿qué pocos se solidarizan con el afligido más de un día? Aunque es fácilmente comprensible que son muy diversas y complejas las causas que originan situaciones de marginalidad, no pocas de ellas serían evitables si tuviésemos otra conciencia, otro orden moral, otros comportamientos y actitudes más humanizadoras. Para acercarse más los unos a los otros, sin tantos muros de por medio, hay que romper hipocresías y gastar el egoísmo altanero que portamos a diario en el bolsillo. No hace falta estar formados en espíritu nacional ni en silabarios para la ciudadanía, con ser humanos es suficiente.
La maldita exclusión todavía se ceba más con los inmigrantes, prostitutas y drogadictos. Las migajas sociales, más asistenciales que preventivas, en realidad siempre escasas a pesar de tantas ventanillas oficiales con apellido solidario, todavía no están enfocadas para incluir a los excluidos, con actuaciones concretas que activen su incorporación social. No se trata de subsistir en el calvario de la pobreza, sino en dejar la calle y los centros de asistencia, valiéndose por si mismos. Se ha perdido también la escucha hacia aquel que nos llama la atención. También hemos confinado el lenguaje del diálogo sincero fuera de nuestro círculo; una plática que huye de excluir a nadie, más bien comparte, participa experiencias vividas. Este auténtico estilo dialogante, comprensivo hacia lo distinto y diverso, es el que hoy escasea. En cualquier caso, singularizar la pluralidad e intentar homogeneizarla, para nada facilita el encuentro ni la convivencia. Es de justicia, pues, que todas las personas sin distinción puedan gozar de los derechos sociales si en verdad los necesitan, pero no menos grave es la injusticia cuando se desvaloriza al ser humano como si fuese una cosa o se le relega al estatus de excluido.
Víctor Corcoba Herrero
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