Ojos claros, mirada fascinante, sonrisa encantadora y cuerpo de campeona de esquí. Seducía, pero no perturbaba. Su irradiación era no sólo el resultado de la armonía que había en su rostro, sino también de la fuerza surgida por la exhibición de una identidad hermosa. Hizo películas de calidad y otras no tanto, pero su capacidad de verdad y de comunicación superaron siempre todos los personajes endebles y las sofisticaciones que en algunas oportunidades los productores pusieron a su alcance.
Para Ingrid Bergman (1915-1982) la interpretación no tuvo secretos ni el inmenso atractivo de su personalidad conoció límites. El suyo es uno de esos grandes nombres del cine que llenan con su eco durante años las conversaciones de los aficionados y las carteleras de las programaciones.
Había trabajado en el teatro y el cine de su Suecia natal cuando fue llamada a Hollywood por el mítico David O. Selznick para protagonizar el remake de Intermezzo, título capital en la historia del cine romántico, que constituyó un éxito enorme en el mundo entero.
Durante años, Selznick no la utiliza y prefiere prestarla a otras empresas y en ellas rueda los filmes que la sitúan entre las más cotizadas actrices de la industria.
Así, hace Alma en la sombra y El hombre y la bestia, para la Metro; Casablanca, para Warner, y ?Por quién doblan las campanas, para Columbia.
A continuación ganó el primero de sus tres Oscars con La luz que agoniza (los otros serían por Anastasia y Crimen en el Expreso Oriente), interpretación que, junto a las de Cuéntame tu vida, Siempre en mi corazón y Juana de Arco, fue típica de esta etapa de su carrera.
Es decir, un tratamiento efectista de los personajes, desarrollados esquemáticamente pero con un brío incomparable, en los que alienta una profunda verdad humana. Son éxitos para la actriz, aunque en ocasiones sean fracasos para la productora, como el caso de Arco de triunfo.
Pero, entonces, en pleno apogeo de fama y gloria artística, tiene lugar un cambio decisivo en su vida y su arte en medio de un escándalo que hizo época y una historia de amor semejante a la que pudiera mostrar uno de sus filmes.
La llegada a su vida de Roberto Rosellini, como realizador y como hombre, es una etapa fundamental de su existencia y su carrera, pues la marcó para siempre como mujer y actriz.
De su relación con el italiano resultaron tres hijos (Robertino, Ingrid e Isabella) y seis películas: Stromboli, Europa 51, Nosotras las mujeres, tercer episodio; Viaje a Italia; Juana de Arco en la hoguera y Miedo, que señala el final de su unión profesional y conyugal.
Luego, hace su primera película sin Rosellini, Elena y los hombres, que dirige Jean Renoir, con gran éxito. Y en cuanto la termina, empieza Anastasia, de Anatole Litvak, cinta estadounidense pero rodada en Londres y París, obra convencional, en la que Bergman vuelve en gran parte a su estilo anterior.
Cuando regresa a Estados Unidos, luego de una ausencia de siete años para recibir los premios que le proporciona Anastasia, termina el escándalo por su unión con Rossellini y se le recibe con los brazos abiertos. Borrón y cuenta nueva.
Es aplaudida, vitoreada, agasajada. Un senador que había pedido se le negara la entrada declara que "se alegra de volver a verla". El comentarista que le lanzó las primera injurias expresa el deseo tenerla en su show de televisión. Todos parecen olvidar lo que en su día el órgano oficial del partido gobernante italiano calificó como "agresión de caníbales".
De ahí en adelante continuó sin sobresaltos una carrera de éxitos que, tal vez no por casualidad, culminó en Sonata de otoño, filme en el que interpreta a un personaje escrito a la medida de su propia biografía.
Ingrid Bergman fue una actriz nata y sus personajes tenían el máximo acento de espontaneidad; y aunque cada uno fue el resultado de un estudio minucioso parece surgido por generación espontánea.
En otras palabras, el centro de gravedad de su juego escénico fue la espontaneidad. Tanto es así que muchos de los cineastas que la dirigieron (Hicthcock, Cukor, Litvak) siempre encontraron su trabajo con ella mucho más fácil que con ningun otra actriz.
Y esto obedecía a que su gesto de composición parecía el propio y porque podía ser fotografiada desde todos los ángulos y bajo las luces más diversas como si su fotogenia fuera tan espontánea como su facultad de creación.
Durante su carrera interpretó disímiles personajes, pero será recordada siempre por uno en particular. Y este es el de Ilsa Laszlo, en Casablanca. La mujer pétrea por fuera y dulce por dentro que puede combinar los principios con el amor para hacer una sola y admirable pieza.
Mucho más allá del simple deleite que proporciona su belleza, en el personaje de Ilsa ha volcado una enorme calidad interpretativa. Una disposición natural para transformar la más breve y fría línea de diálogo en algo lleno de vida y sentimiento.
Es imposible rememorar este filme y pasar por alto el inmenso grado de entrega que deposita en su personaje, ya sea la cabal modulación de la voz, el tono emotivo dado a los más mínimos gestos; el aire de fragilidad y melancolía reflejado en su rostro. O la fuerza expresiva conseguida con una sola mirada.
ag
*Historiador y crítico de cine. Director del primer diccionario de cine de América Latina.
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