Desde que nadie obedece a nadie, hasta el punto de que a la razón tampoco le hace caso ni el deseo, no hay disciplina que consiga transformar la bestia en persona. La cuestión es que pasar de todo, o hacer la vista larga aunque vaya en contra de nuestras convicciones, está mejor visto que imponer sentido común. Hay un miedo a ser etiquetado de intransigente, lo cual pesa mucho más que transgredir el ordenamiento constitucional o las declaraciones universales de los derechos humanos. Cuando la verdadera autonomía, o lo que es lo mismo, la libertad, reside en la capacidad de obedecer esos propios mandatos. No hay fundamento alguno, pues, para pensar que la obediencia es algo arcaico y fuera de valor. Eso sería tanto como decir que obedecer a la ley del amor, por antigua que es, nos priva de ser uno mismo. A mi juicio, la desobediencia mayor a lo que es norma de vida, nace desde el momento que la persona muestra desinterés o desprecio por alguien o por algo. “No desprecies a nadie; un átomo hace sombra”- dijo Pitágoras. Pasar de la persona a lo impersonal, de la humanidad a la inhumanidad, no es una buena instrucción. A lo mejor tendríamos que escucharnos más por dentro y obedecer más nuestra voz interior. Y sobre todo, no pasar de nada. La propia vida exige implicarse, es una consideración a la propia existencia, a la diaria sorpresa de saber que vivo.
Ahí está el tormento del terror navegando por todo el mundo. Toda una guerra psicológica y una maliciosa hazaña que desobedece a la propia raíz de la vida. Por ello, jamás se puede pasar del terrorismo, nace del odio, tiene su fundamento en la arrogancia y en el menosprecio de la vida humana. Es un auténtico crimen contra el género humano. Exige que todos participemos, cada uno desde sus responsabilidades, para sumar fuerzas, con el fin de superar el aluvión de amenazas, chantajes y fanatismos. Más que batallones de ojo por ojo y diente por diente, se precisan agentes de paz que pongan orden y concierto en un mundo dividido ¿Cómo podemos pasar de quien pretende jugar con nuestras vidas o con la vida de nuestros semejantes? Pienso que los gobiernos de todas las naciones, además de ofrecer seguridad a los ciudadanos, debieran analizar las causas y los motivos que llevan especialmente a la juventud a perder la esperanza en la humanidad, en la vida misma y en el futuro, y, en bastantes ocasiones, a sumarse a la legión de violentos especializados en sembrar el terror y a su deseo ciego de venganza a toda costa.
Tampoco se puede pasar de la ley natural, es el manantial de donde nacen, juntamente con los chorros de derechos fundamentales, también imperativos éticos que son de obligada obediencia. Por desgracia, hay normas que se han desarraigado de esa naturalidad, de ese mensaje moral inscrito en el corazón de la propia vida y del propio ser humano. Es otro calvario más en contra de la existencia. Frente a tanta arbitrariedad de poder, de manipulación ideológica, el sentido de lo decente del que tanto se viene hablando últimamente en círculos políticos, pasa por poner en valor y hacer valer, por encima de cualquier otra consideración, la ley natural. Por tanto, debiera ser preocupación para todos, y en especial para aquellos que ostentan responsabilidades públicas, activar la maduración de la conciencia moral para que se diluya la pasividad. Este es el gran avance que la humanidad aún tiene pendiente: progresar en el saber ético, en la sabiduría de ascender y evolucionar junto a la estética de la ética; puesto que los demás progresos vendrán por añadidura. Qué menos que poder vivir libres y respetados en dignidad.
Seguramente de lo primero que no podemos pasar es del amor. El amor, cuando es amor, nos conduce a la más nívea ética y a la más etérea moral. Es regla común de todos los actos humanos. Literatura viva. Arte vivo. Argumento filosófico. Voz del pueblo: amor con amor se paga. Será fundamental que por amor, si es amor, se da la vida. Lástima que las leyes sociales no cuiden el amor que sustenta por ejemplo una familia. O que las leyes educativas se dejen engatusar por acosos ideológicos que están en el ambiente, como puede ser: el amor con fecha de caducidad. No tener pertenencia a familia alguna desestabiliza a cualquiera. También a la misma sociedad. Está visto que rejuntarse puede ser un instinto natural, como la sed y el hambre; pero la permanencia en el amor no es un instinto, es un amar sin pasar de nada.
Sería saludable hacer análisis, sobre todo cada uno consigo mismo para reconocerse en el laberinto, antes de que el mundo enferme. La humanidad camina en un horizonte sin referencia y sin coordenadas, sin moralidad ni obediencias a las éticas. Imagínense, en un mundo deficitario en principios lo que suele fallar antes es el propio sentido común. Perdida la orientación todo es posible. Por ello, no se puede permanecer indiferente a las hazañas que poco a poco nos van endeudando el capital humano. Justamente esa cualificación ética aún sigue siendo la gran ausente en los planes educativos, en los centros de poder, en la propia calle. La irresponsabilidad campea a sus anchas. La situación a mi manera de ver es aún más grave de lo que parece. Nos entretienen los afanes productivos y los ocios consumistas. No tenemos tiempo ni para pensar. En cualquier caso, estimo que sólo una emergencia educativa capaz de transmitir los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento a las nuevas generaciones, dificultad que existe tanto en los centros de enseñanza como en la familia, puede salvarnos de la hecatombe. Tiempo al tiempo.