De G. C. Manuel, -el pseudónimo de sus inicios como poeta-, a Manuel García Cartagena, el brillante profesor universitario de letras y de francés, traductor, poeta, ensayista, novelista, y editor de textos didácticos para la Editorial Santillana, hay un largo trecho que pasa por un doctorado en Francia, y múltiples vivencias y reconocimientos, incluyendo dos premios Siboney, que han coadyuvado a desarrollar aún más el gran talento de este escritor dominicano nacido en el 1961. Es decir, que se trata de una autor auténticamente post-Era trujillista, quien ha completado su metamorfosis de poeta a novelista. En esta entrevista hace galas de su proverbial ironía, -el “arma” preferida de los intelectuales, como se sabe-, y de sus conocimientos enciclopédicos, como podrán apreciar.
1.- Supe que vas a publicar otra novela. ¿De qué trata?
Se titula Bacá y, como su título no lo indica, es una novela acerca de la inseguridad social dominicana. Su personaje principal carece de nombre, y además, “muere” al principio del primer capítulo. A lo largo de las cien páginas siguientes, le ocurren cosas que parecen “de novela” (qué raro, ¿no?). El trasfondo sobre el cual se articula la trama del relato es la supuesta instalación, hacia el año 2044, en República Dominicana, de una compañía transnacional de seguros que vendría a “solucionar” uno de los mayores problemas que padecemos los dominicanos y las dominicanas: la indiferencia estatal ante los abusos y exacciones que comete ese nuevo combo de fariseos que es nuestra clase médica dominicana. Sin embargo, y a pesar del tema, nadie debe pensar que se trata de una novela “comprometida”: en realidad se trata de una historia de terror.
2.- ¿En qué género te sientes más a gusto?
Me alegra que formules esta pregunta de una manera que me permite expresar mi opinión personal sin necesidad de apelar a una conceptualización del término “género” a la que muchos de tus lectores y muchas de tus lectoras podrían considerar “pedante”. A manera de respuesta, me limitaré a decirte que, cuando escribo para mí, es decir, cuando no me valgo de la escritura para ganarme la vida, nunca me digo: “Voy a escribir un poema” o “Voy a escribir un cuento” o “Voy a escribir una novela”. Desde que era muy joven, me acostumbré a asignarle al acto de escribir la misma intransitividad que presentan otros verbos como “correr”, “volar”, “soñar”, etc. En otras palabras: escribo, y ya está. No me “siento a gusto” escribiendo. La mayoría de las veces, podría decir que me sucede todo lo contrario, pues suelo escribir cuando me encuentro en estados de ánimo que me inhabilitan terriblemente para el contacto verbal con el resto de mis contemporáneos.
3.- ¿Cuál es tu compromiso con la sociedad como escritor?
Sinceramente, no creo haberme formulado nunca esa pregunta, y espero no tener nunca necesidad de responderla seriamente, pues, como autor nacido en un país que se burla a diario de sus escritores, no creo que podría decir nada que valga la pena a ese respecto.
4.- ¿Sientes que tienes alguna misión en la vida como escritor?
Fíjate, no me gustan las generalizaciones, pero considero que la mayoría de las personas que pretenden saber cuál es su “misión” en la vida suelen ser víctimas de una concepción política o religiosa del mundo, a partir de la cual, se empeñan en hacer que otras personas consideren sus hechos y palabras como provistos de un sentido “especial”. Mi actitud, cuando me topo con alguno o alguna de esos “misioneros” o “misioneras” disfrazados de escritores es invariablemente la misma: les doy la espalda y miro para otra parte.
5.- Si tuvieras que salvar un libro de tu biblioteca, ¿cuál sería y por qué?
Después de haber sobrevivido a tres divorcios y a muchas, muchas mudanzas, he terminado haciéndome de los libros una idea parecida a la que me hago de las mujeres que, en algún momento, han aceptado (o se han sentido de alguna manera obligadas a) compartir conmigo una parte de sus vidas: son “figurantes”, metáforas de un decir y un hacer que complementan —y al mismo tiempo se oponen a— esa suma de “figuraciones” que soy. Los libros entran y salen de mi vida con la misma facilidad que las mujeres. Los leo, sí, y a las mujeres también, pero no sé decir cuál de todos o a cuál de todas salvaría (¿salvarlas de qué, a propósito?)
6.- ¿Por qué no nos cuentas alguna de tus experiencias en Francia? O ¿qué significó para ti el haber estudiado en esa nación europea? ¿Te consideras un poeta surrealista, o de qué escuela serías?
Hice mi doctorado de letras francesas modernas en la Universidad de Tours, Francia, sobre diez novelas de cinco autores pertenecientes al entorno surrealista: André Breton, Louis Aragon, René Crevel, Julien Gracq y André Pieyre de Mandiargues. Sobre este último autor, había preparado anteriormente mi tesina de D.E.A. en la misma universidad. Aparte de eso, durante casi toda mi juventud, leí poesía y prosa surrealista (hablo, leo y escribo en francés desde la edad de quince años). Paradójicamente, sin embargo, me sentía más atraído por Francia antes de vivir allí que después de haber permanecido casi nueve años en ese país. Eso no quiere decir, por supuesto, que desestimo la importancia que ha tenido en mi formación mi prolongado contacto con la cultura francesa a lo largo de los años, sino, sencillamente, que en el proceso de construcción de mi identidad psicológica e intelectual he logrado atravesar varios “espejos”, no solamente el francés.
Algo parecido me sucede con el surrealismo. Del deslumbramiento que me produjo en mi adolescencia el descubrimiento de la poesía de autores como André Breton, Paul Éluard y el martiniqueño Aimé Césaire, lecturas que alternaba con la de los autores del llamado “boom” de la novela hispanoamericana, sólo conservo, en la actualidad, cierto gusto por los juegos de palabras y por ciertas asociaciones de sentidos más o menos “libres”.
Lamento mucho, sin embargo, que, en la República Dominicana, como en muchos otros países de habla hispana, el conocimiento que la mayoría de las personas, incluyendo a numerosos poetas escritores de mi generación, tienen acerca del Surrealismo, parezca reducirse al reconocimiento de los distintos “automatismos” propios del “método” surrealista de escritura. Primero vinieron los poetas sorprendidos, como Freddy Gatón Arce, con su extenso poema titulado Vlía, Aida Cartagena Portalatín, con su poemario Del sueño al mundo, e incluso Franklin Mieses Burgos, en varios de sus poemas. En todos ellos, el surrealismo se reduce al nivel de una simple “estrategia de escritura”, lo cual se comprende, dadas las condiciones sociales y políticas en que esos autores tuvieron que elaborar sus obras respectivas. Luego, sin embargo, en los años 1980, en un momento en que se suponía que la sociedad dominicana debía desperezarse de la modorra que había acumulado durante los treinta años de la dictadura trujillista más los doce años de la dictadura balaguerista, vinieron poetas como Dionisio de Jesús, Plinio Chahín, José Mármol, Médar Serrata, César Augusto Zapata, José Alejandro Peña y León Félix Batista, con quienes se amplía, ciertamente, el abanico de las técnicas de escritura incorporadas a la producción del poema. Ninguno de ellos, sin embargo, pareció comprender que el verdadero valor de esas “técnicas” era el de propiciar una serie de “transferencias” desde el fondo común del inconsciente al plano de la expresión verbal. En otras palabras, se les olvidó conectar el “decir” con el “vivir”, siendo en sus poemas más evidente otra conexión no menos importante entre el “leer” y el “escribir” la cual es el origen de la llamada “poética del pensar”.
Estoy consciente de lo absurdo que resulta pretender que semejante conexión entre el “decir” y el “vivir” pueda prosperar un día en un país como la República Dominicana, donde el oficio de escritor es mayoritariamente abordado desde el plano de la marginalidad socioeconómica y cultural. Por todo lo anterior, te respondo: no soy, nunca fui, nunca quise ser un “poeta surrealista”, pero sí confieso haber asumido, entre los años 1983-1986, posiciones, estrategias y actitudes que me acercaron peligrosamente a esa fusión entre el “decir” y el “vivir” de la que te hablaba más arriba.
7.- Dinos algo de tus autores favoritos.
Si comienzo, no termino, así que mejor comienzo por el final, sólo para ver a dónde llego. Y ya que, como decía Eliot (quien, casualmente, es uno de mis poetas favoritos): «In my beginning is my end», reconozco haberle tomado en mi infancia un cariño excesivo a autores como Julio Verne, Oscar Wilde y Gabriel García Márquez. Posteriormente, en mi postadolescencia universitaria (en la UASD), se me solía ver con uno o varios libros de Hermann Hesse, Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Aimé Césaire. En esos años, la lectura de Rayuela y de los cuentos de Julio Cortázar me produjo una gran excitación intelectual que sólo cedería cuando, una vez en Francia, me sumergí en la investigación universitaria
8.- A tu entender, ¿quiénes son los tres mejores novelistas dominicanos?
Tengo un profundo respeto por la obra de Marcio Veloz Maggiolo, a quien considero como uno de los pocos escritores dominicanos realmente versátiles, esto es, capaz de trasladarse con verdadera ventaja de la escritura planificada de un soneto a la composición sin medidas propia de la prosa de ideas o de ficción. Algo parecido puedo decir acerca de Pedro Vergés, de quien lamento, sin embargo, como la mayoría de sus lectores, no conocer la otra parte de su producción, esto es, la que nos reserva para cuando finalmente se decida a publicarla. El tercero no es necesariamente el último: quizás sería el primero, si todavía estuviera entre nosotros: Manuel Rueda, el escritor más completo y más definido entre todos nuestros autores del siglo XX. Debo aclarar, sin embargo, que si no menciono en este grupo a mis amigos José Antonio Bobadilla y Fernando Valerio Holguín, escritores activos, excelentes y prolíficos, no es por miedo a que me acusen de “canchanchanista”, (“amiguista”), sino porque temo que también tendría que mencionar a dos escritoras amigas a quienes admiro y respeto mucho: Emilia Pereyra y Ángela Hernández, o sea, que, como si se tratara de una nueva versión corregida y aumentada de Los tres mosqueteros, los tres novelistas que me pediste se convertirían en siete, más o menos.
9.- ¿Cuáles son tus libros publicados?, y ¿cuáles están inéditos?
Aparte del libro de cuentos que titulé Historias que no cuentan, el cual apareció en 2003, mis libros publicados ya están todos agotados. Mi primer libro apareció en 1980: Mar abierto. Fue un regalo de mi papá cuando cumplí diecinueve años de edad. De vez en cuando sonrío al leer lo que escriben todavía algunas personas acerca de mi novela Aquiles Vargas, fantasma (premio Siboney de novela de 1986, fecha de la última convocatoria a este premio), y hasta me gustaría sacar una nueva edición corregida y aumentada de esa novela en la que no se note demasiado que la escribí a los veintidós años. Mi poema “apocalíptico” titulado Palabra (premio Siboney de 1984), apareció publicado en 1985, año en que también aparecieron mis poemarios Poemas malos y Los habitantes.
De mis libros inéditos nunca hablo, pero sí te diré que tengo lista una novela, un libro de cuentos, tres libros de ensayos cortos, un ensayo largo sobre André Bretón que, en realidad es mi traducción de un capítulo de mi tesis de doctorado y varios libros de poemas, muchos de los cuales pueden leerse en mi blog (imaginon.blogsource.com). Tengo también muchas otras cosas escritas en francés a las que considero menos interesantes.
10. Ese lugar ficticio tuyo llamado Almueje, ¿es tu Macondo personal?
Tal parece que, después de Cien años de soledad, estuviera vedado a los escritores construir espacios utópicos donde, como Robinsones en sus islas, fuese posible intentar la proeza que logró el inmortal colombiano Gabriel García Márquez, quien, dicho sea de paso, se inspiró como es sabido en los modelos narrativos de William Faulkner para concebir su Macondo.
No sé qué sentido tiene para ti la expresión “Macondo personal”, pero me acuerdo perfectamente de que el texto de mi novela Almueje fue para mí una especie de refugio, una burbuja de palabras que construí desde mediados de la década de 1980 hasta después de su publicación en setenta y cinco ejemplares multicopiados en impresora láser por el organismo que entonces se llamaba Consejo Presidencial de Cultura, en 1999. Digo que la seguí construyendo después de esa publicación porque, a decir verdad, posteriormente la edité y le hice “adelgazar” unas ciento sesenta páginas. Los numerosos imperativos a los que he tenido que enfrentarme luego de mi regreso a mi país hicieron reventar aquella “burbuja”, pero la novela está ahí, como todos los cadáveres, tendida ante el mundo, sobre el mundo, desde el mundo, esperando unos ojos que le devuelvan, un día, una vida que ya nunca será la de aquel que la escribió.