Reconozco que me gusta la brisa que derrama esencias por el clarinete del aire, dejarme acariciar por sus músicas y pasar un rato contemplando la cuerda de violines siderales. En ello estoy. Al igual que como la siesta, tampoco perdono una ducha de silencios para mejor escuchar el pentagrama de ruiseñores. El mundo se ha vuelto demasiado bárbaro, zafio hasta la saciedad. A poco que uno se deje atrapar por la inocencia, te aniquilan. El desprecio humano es un valor en alza, como la falsificación de nuestras raíces y la falsedad de girasoles que se mueven según calienta el sol. Ni el mudo ciprés de Silos nos reconoce, que ya es decir. Una sociedad que vive instalada en la muerte más que en la vida, que no le afana más que el estatus social, que fusila los valores más innatos del ser humano, es para guardarle la distancia y no juntarse.
El pueblo también le guarda las distancias debidas a los partidos políticos. Se lo han ganado a pulso. Las sesiones de circo salvaje, grosero y mediocre, aparte de acabar aburriendo, peina cardos y apunta veneno. Lo cierto es que nadie presta atención a nadie. Unas veces porque uno le cuesta fiarse y otras por puro desengaño. Al parecer, los políticos hacen más el ganso que nadie. Suelen pasar de asuntos que de verdad importan a los ciudadanos y emplear el tiempo en mezquindades que lo único que hacen es dividirnos. Algunos, bastantes, por no tener ni tienen vida laboral tras de sí. Jamás han pegado un palo al agua. Claro, luego, pasa lo que pasa. Al Parlamento acuden cuando les viene en gana. Sirva como ejemplo las últimas sesiones extraordinarias para convalidar un decreto y formalizar el nombramiento de la vicepresidenta del Congreso, donde apenas acudieron cuatro gatos. Frente a esta falta de compromiso y seriedad, hay que sumarle el poco arte que tienen los actuales políticos para el consenso, la nula brillantez en el decir y obrar, la falta de coherencia y la poca capacidad de servicio desinteresado.
La atmósfera, pues, es poco propicia para los acuerdos. Viene siéndolo desde hace un tiempo. Los que debieran abrir camino no lo hacen, juegan más al desafecto y a la frialdad que en buscar puntos de unión. No existe un signo más evidente de flaqueza que desconfiar instintivamente de todo y de todos. Sin duda alguna, la convivencia se hace más difícil cuánto más acrecentamos las distancias que nos dividen y nos separan. Hay que poner remedio como sea a este desaguisado.
La práctica de la solidaridad verdadera y continua ha de llevarnos a trabajar para fiarnos más los unos de los otros y, así, poder superar las injustas distancias y diferencias. Para ello, entiendo, que no hay que subordinarse a la política, es la política la que ha de subordinarse al ser humano. El ejercicio del poder, que no es nada fácil cuando descansa en la búsqueda de la verdad objetiva, de la libertad plena y en la dimensión de la justicia, han de hacer sus deberes socio-políticos siempre en un diálogo aperturista y comprometido, poniendo el bien de la familia en el centro del estímulo.
La plática se presenta siempre como instrumento insustituible de toda confrontación constructiva. ¿Y quién podrá asumir esta “tarea” del diálogo mejor que el político coherente y verdadero? En cualquier caso, acortar las distancias que nos separan, aparte de saludable, resulta necesario. La confianza es un primer paso. Algo que antes se gana, abriéndose a todas las preguntas, que ofreciendo respuestas por decreto. Los siguientes andares vendrán por añadidura.