En Europa anidan los fantasmas del deseo, el inconsciente colectivo, los canallas enamorados de la competitividad, los labios de acero, las sonrisas fingidas, la amistad interesada y el interés por comer sin hambre. No importa, en esta hazaña deshumanizadora, dejar un rastro de sangre ni ver rostros ahogados de lágrimas.
LOS FANTASMAS DEL DESEO
La sinrazón se sirve en bandeja y, así, va el mundo dislocado. Hay veces en que deseo sinceramente ser un barco de papel sobre el mar y un lucero en la montaña para beber lo celeste y hallarme con esperanza. Me desespera este infierno vestido de ángeles que son demonios encendidos que mutilan. No siento la menor aspiración de jugar en un continente, por muy europeo que se considere, en el que gobiernan los tramposos y una legión de figurines tira la piedra y esconde la mano. Por eso, pienso que está bien invertir en talento, pero mejor estaría emplearlo en fomentar actitudes democráticas. Desde luego, las mentes oscuras que, hoy tanto abundan en los salones de la vida, suelen tener muy mal aliento y peor bostezo.
Volviendo la vista atrás. El único deseo que confesó el ilustrado Descartes fue conocer el mundo y las comedias que en él se representan. Precisamente, a mi juicio, es el conocimiento, a pesar de tantas inversiones, lo que más falla en el momento actual. A veces somos unos auténticos desconocidos de nosotros mismos. Cuando la mejor forma de reconocernos y de calar a una persona, no es tanto por lo que piensa, sino por lo que en verdad ama. Por cierto, un amor que se ha desvirtuado totalmente, lo que genera inestabilidad social y desconfianza. La desunión europea, en parte, se debe a este caos de faroles poderosos, que son muchos, pero que alumbran poca sabiduría. De hecho, promover una renovadora sapiencia requiere una clara comprensión de lo que encarna el cultivo de la cultura de los pueblos. Lejos de ser consecuencia de un deseo de huir de los fantasmas voladores, que tanto acribillan, la búsqueda de un nuevo saber aglutinador debe tomarse en cuenta, sin prisas pero sin pausas. Hay que hacer valer el valor de lo primero, el ser humano; luz primordial para quien es forjador de una historia de vida de la que es autor y primer lector. Por desgracia, la infiel Europa ha desterrado su auténtica tradición y la sombra de la muerte cabalga desbocada por la arena que, antaño, fueron flores. Esa es la triste verdad.
Para que se produzca un verdadero cambio cultural europeísta se exigen realidades concretas, lejos de deseos estancados o de modernidades que no son, puesto que lo único que generan es esclavitud. Ahí están las guerras entre ley divina y libertad humana, los conflictos entre derecho natural y justicia humana, conduciéndonos a realidades vacías, a una situación en la que la humanidad, por todas sus avaricias y envidias, se siente profundamente amenazada. Quizás convendría preguntarse: ¿ si el ser humano, dentro del contexto productivo y como objeto de consumo, se siente mejor, más sensato, equilibrado, prudente, comprensivo, responsable; o, si por el contrario, se vuelve más infantil, alocado, temerario? Creo, además, que el conocimiento europeísta limitado solamente al ámbito de lo puramente intelectual de la compraventa, no deja tiempo para propiciar habilidades que nos lleven a descubrir y a ver las cosas sin prejuicios e ideas preconcebidas. No se trata sólo de hacer una sociedad mercantilista, y por ende fría y calculadora, también ha de hacerse al calor de la solidaridad y a la pasión por construir otra civilización más del verso que de la tierra, más del corazón que del mundo, más de la vida que de la noche.
Aborrezco los catecismos europeístas que despojan, sin permiso y a punta de miedo, el espíritu religioso de la persona. Detesto a los voceros que lo hacen, en plan fantasmagórico y con proyectos de deseo, que sólo piensan crear talento, exportar e importar competitividad, como si a los gobiernos de turno les perteneciese ser dueños de nuestras alas y de nuestra rebeldía. No entiendo ese desvelo por desnudarnos de la fe que, cada uno quiera llevar consigo, en este breve viaje por los ojos del tiempo. ¿Será mejor creer en algo que andar perdidos, solitariamente amargados, desconectados de la belleza y moviéndose hacia no se sabe qué gloria mundana? ¿Habrá celebración más gozosa que el convenio matrimonial estable de un hombre y una mujer, fieles en amor y abiertos al don de la vida? ¿Quién supera las aportaciones masivas al bien común de las comunidades religiosas, movimientos religiosos o seglares comprometidos, a través de sus actividades de caridad y acción social? Sin duda, existe una sabiduría en la tradición religiosa que dota a la sociedad de una serie de claves para manejar los deseos de nuestra vida que, aunque pueden parecer una cadena, tiene eslabones de esperanza que Europa bien podría beber de ellos.
Está visto que lo que más importa en la vida no son las cosas que podemos tener. Ya lo dijo Quevedo: Lo mucho se vuelve poco con sólo desear otro poco más. Considero, pues, que el materialismo europeísta es la gran desilusión humana. La religión, sin embargo, nos permite percibir la armonía y, sobre todo, el amor. ¿Por qué excluirla si es un deseo innato? Naturalmente hablo de una religiosidad bien entendida, puesto que sino es una fiebre que puede terminar en delirio y superar todos los diabólicos espectros del vicio. En todo caso, en la balanza del deseo, justo y en su justa medida, ha de estar siempre la razón para ahuyentar espantajos capaces de amordazar el viento europeísta. Sólo las raíces del alma, que engloban todas las nacionalidades del corazón, pueden injertar otro abecedario distinto del marchante. En un balcón de alegrías, como debe ser la ventana de Europa, sólo sobran los fantasmas del deseo que ciegan y confunden.