Eduardo Estrella no necesita ovaciones hipócritas, porque de todas formas su decisión de salir del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) fue un ejemplo digno al menos para sectores asqueados del oportunismo y todas las variantes de la corrupción instalada en este país.
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POR LUIS PEREZ CASANOVA
Su emblema de político honrado y coherente quedó patentizado al marcharse del reformismo sin disputar a esa organización ni siquiera una pluma de su legendario símbolo, el gallo "colorao".
Ingeniero civil, graduado en la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam), Eduardo ocupó la Secretaría de Obras Públicas en una época en que el cargo era un pasaporte a la fortuna, pero no se manchó. Desde entonces ha cultivado esa buena reputación que hoy se le reconoce en el intrincado quehacer político.
Las primarias que perdió del ex senador Amable Aristy Castro sólo confirmaron que él no está lo suficientemente preparado para los avatares de la política tradicional. Apoyar un discurso en la eficiencia y la honradez, al margen del clientelismo, es sencillamente condenarse al fracaso más estrepitoso. Porque, como se dice popularmente, ese estilo no vende en un país país donde el éxito es resultado no de la superación, sino de las buenas atenciones.
Es probable que Eduardo no fuera ajeno a esa realidad, pero no había tenido la oportunidad de sentirla en carne propia. Amable Aristy Castro no le ganó la nominación presidencial con métodos ilegítimos, sino con los procedimientos propios de un discurso social basado en la solidaridad personal y en las expectativas de beneficencia.
Pero de Eduardo hay que reconocer la dignidad de marcharse sin disputar herencia, sólo con el propósito de luchar por la revolución moral que dice hoy más que nunca necesita la sociedad dominicana. No lo hizo porque entendía que era el merecedor de una candidatura ni para adherirse a uno de los otros dos grandes partidos, sino para encabezar un proyecto que para muchos es una quimera.
Antecededentes como el del licenciado Jacobo Majluta y otros políticos que formaron tienda aparte, han sido enarbolados por la superficialidad, para anticipar el fracaso de lo que se ha creído como un salto al vacío. Pero quienes así piensan han obviado el peso moral que tiene luchar por principios antes que por intereses inmediatos.
Eduardo sabe que el camino puede ser tortuoso, como en efecto es, pero no intransitable. Y que la sociedad necesita de quijotes que la alerten de un derrotero que lleva hasta la traición y la desvergüenza en aras de prebendas en la administración pública. El debate en ciernes sobre los bienes de la clase política es el mejor espaldarazo a sus postulados de una revolución moral.
Nadie está interesado en soluciones ni propuestas, porque las fortunas desmienten y apabullan los deleites retóricos. Eduardo no se peleó con nadie a la hora de irse; simplemente se fue, y esa decisión en una sociedad que ha terminado por arrodillarse, abjurando de su pasado glorioso, tiene su mérito. Hay que predicar con el ejemplo.