Si la historia dominicana es rica en fábulas, la sociedad de hoy lo parece en poses. En muchos aspectos se anda manga por hombro, pero reconocerlo sería como admitir debilidades, en lugar de realidades. Pero puede que haya llegado el momento de que la sociedad comience a interrogarse sobre valores y principios que conforman su identidad social y política o permanece conscientemente autoengañada. De querer romper con la farsa que la ha atado históricamente, tendría entonces que luchar para que las instituciones cumplan cabalmente el rol que la asignan la Constitución y las leyes. Sería uno de los primeros pasos para liberar al Estado de intereses coyunturales que limitan su fortalecimiento y por ende el desarrollo de la nación.
El retroceso institucional que se ha operado de un tiempo a esta parte es demasiado visible y atropellante como para ignorarlo. No se trata ya de los escándalos y denuncias de corrupción que han silenciado el discurso oficial, ni de la desvergüenza con que se muestra la escoria del transfuguismo política, sino en organismos que guardaban siquiera la apariencia.
No puede ser, por ejemplo, que todavía a estas alturas la Junta Central Electoral (JCE) y la Cámara de Cuentas despierten suspicacias por un comportamiento que no sintoniza con sus verdaderas funciones. Eso de los jueces electorales participar en un almuerzo con el Presidente de la República y aspirante a la reelección se presta a toda suerte de conjeturas, más todavía cuando el encuentro tenía la finalidad de enterarlo sobre el montaje de los próximos comicios. Que el tribunal esté urgido de fondos que sólo los puede autorizar el gobernante es un pretexto sin base, que nada más lo justifica la debilidad institucional.
Pero se insiste en el pasado, sin reparar en el presente ni ponderar el futuro. Los jueces electorales, que en todo caso no debieron únicamente reunirse con el Presidente de la República, sino con los candidatos de todos los partidos políticos, tampoco tuvieron siquiera al cortesía de informar a la opinión pública sobre lo tratado en el Palacio Nacional. Sólo se dijo que el gobernante, como si fuera un acto personal, se había mostrado receptivo y se comprometió a dar los fondos que necesita el organismo.
Las diferencias internas, que es lo que se ha querido magnificar, son peccata minuta ante un comportamiento que ahonda la herida del sistema institucional. Pero la gente, que ha visto la práctica como parte de la tradición, ni siquiera se inmuta, porque, al margen de intereses inmediatos, aún no define lo que quiere.
A esa indefinición se debe la indiferencia ante el nuevo escándalo de politiqueros nombrados como jueces de la Cámara de Cuentas de querer modificar el reglamento del organismo para trabajar abiertamente en la reelección del presidente Fernández. Apena que profesionales probos y competentes formen parte de un tribunal que jamás había estado tan desacreditado y apartado de sus funciones.
Si el camino es vivir como chivos sin ley, sin orden, respeto ni principios, pues a ¡Dios que reparta suerte!