A la amiga Ursula le gustó la expresión, quizás porque conecta sus heridas de ausencia y el salitre canario. En una noche de tristeza y oscuridad, desde la terraza avistamos la partida sigilosa del ferry, en conversaciones de rupturas, distanciamientos y el pregón de la felicidad que no debe perecer. Ese barco es un episodio flotante de despedidas y lejanías, así le dije. En el puerto siempre espera, pesaroso y en silencio, para sacar la cabeza.
En la oscuridad, esa barcaza se aleja con lentitud y nos remonta a despedidas y adioses en un banco de la noche, en la sombrilla claroscuro de la luna.
Son los adioses y las despedidas las formas humanas del desapego. Ese ferry que viaja desde Santo Domingo a Mayagüez, nos transporta los sueños de amantes, de amores de otros mares que en los recuerdos.
De niño y adolescente, sentarse frente al mar era una delicia que confortaba el alma, un placer no descrito en esos escondrijos del espíritu. En ese mar espumoso e incógnito, el ferry lleva y trae los sueños de las distancias infinitas. Su cuerpo atrapa la mirada hasta perderla en la oscuridad, bajo las estrellas.
El ferry es un ensayo de desapego en una ciudad que nos toma por el cuello en las horas de sol y nos suelta con el alba, agotados de vida.
Esa barcaza nos apecha sus nostalgias, nos recrea los sinsabores de amores que duelen en el alma, que desdoblan las horas de pensamiento y tuercen los caminos dulces del corazón.
A ese ferry, con colores de nostalgias, adioses y lejanías, un reconocimiento a su silenciosa partida de Santo Domingo.