El día que mi madre empacó las cosas estaba todo revuelto. A mis siete años no me explicaba qué estaba pasando, hasta que mi hermano Edgar, me dijo que nos íbamos para la capital. Y así fue.
Milagros Sánchez desarmó su vida para armarla en otro lugar. Ella no titubeó: cogió sus muchachos y sus sueños de madre soltera, y se a fue a abrir camino a Santo Domingo con el resquemor de mi abuela que, no obstante, también tomó su espacio en el camión de Blanco y nos acompañó hasta que el Señor la llamó desde lo Alto.
Estábamos sentados en un sofá ancho, del mismo de donde lancé las primeras preguntas al ver a mi abuelo postrado en un ataúd. Los más grandecitos cargaban cachivaches y la cara de la abuela Lola era de perplejidad.
La familia de Mami nunca concibió que ella se fuera del terruño a “aventurar” con sus hijos, en una ciudad de tantas inseguridades e ilusiones cuarteadas.
Fue la primera vez que vi el mar. Edgar me aprisionaba el muslo cuando nuestro capitán, el chofer que nos conducía, pasaba los cambios de esa mole roja que cargaba la prole y los sueños de mi mamá. Se oía un bole-son cubano que jamás he podido apartar de mi memoria, en la radio de dos botones descoloridos por el roce constante.
Así llegamos. El camión cortó la calle Cambronal y al mirar para arriba, esos siete años inocentes quedaron impresionados por los edificios de tres plantas, diferentes a las casas vecinas de San Cristóbal.
En el centro de la ciudad nos instalamos en un apartamento viejo, de los años 20, que Mami consiguió gracias a gestiones de sus primas instaladas en el vecindario, cuyos consejos la sacaron de ese pueblo sin perspectivas donde “tus muchachos” no iban a poder estudiar.
Era Ciudad Nueva de los años 70 un sector acosado por las drogas y con aires revolucionarios; los hijos de Milagros Sánchez tomaron lo segundo y lo conjugaron con la pasión por la música y los libros. Y hasta el sol de hoy.
Han pasado 35 años de aquella osadía y hoy, sus primas le dan la razón, al verla encorvada frente al mar, en la puerta maltratada por el salitre donde cosecha el fruto de sus sueños y olvida las metas no cumplidas. Es como un buque portentoso que arrimó sus pasadas glorias en un puerto de la vida.
Ya Mami no es la misma y hay una marca entre sus bríos y el paso lerdo que lleva; a veces se le olvidan las cosas. La tía Blanca, con su cara empolvada, la acompaña todas las tardes, quizás como un homenaje a su osadía. Y siempre, sus expresiones cuelgan una medalla en esta mujer: “Si se queda en San Cristóbal, Milagros no echa pa´lante con esos muchachos.
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