Entonces eran los años sesenta y setenta y, quienes queríamos aparecer, actuar, pensar, soñar, hablar, reaccionar y actuar como intelectuales siempre teníamos en las manos los libros de Pavese, Faulkner, Hemingway, Sartre, Camus, Lezama Lima, Vargas Llosa, García Márquez y Cortázar; los discos de los cantantes cubanos y chilenos, y mirábamos ávidos las películas de la nueva ola francesa y los jóvenes ingleses iracundos.
En medio de los encuentros a deshoras había un nombre que era mágico, que provocaba toda clase de reacciones, un director a quien ninguno de nosotros entendía porque siempre contaba historias oscuras con personajes extraños, en situaciones demenciales y con diálogos que jamás entendíamos pero que copiábamos en la oscuridad de la sala mientras los demás espectadores nos contemplaban envidiosos porque suponían que éramos más inteligentes que ellos, más cultos, más agresivos, más soñadores.
Mentira. Como ocurriría cuarenta años después con las películas del sobrevalorado Dogma danés, las películas de ese director nos desubicaban, nos impactaban, nos sorprendían aunque en ese momento no las entendiéramos.
Lo importante era llegar a una reunión y decir que acabábamos de mirar "El huevo de la serpiente", o que "Gritos y susurros†nos había quitado el sueño, o que nos dolía el alma después de "La pasión de Ana", o que "Vergüenza" y "Persona" nos habían cambiado todos los conceptos sobre la vida, o que "Fresas Salvajes" y "El séptimo sello" nos ayudaban a comprender mejor los misterios de la vida, la muerte, el dolor y la soledad.
Mentira. Pasaron varios años. Tuvimos que aceptar la humildad como norma de conducta, despojarnos de la etiqueta de intelectuales puros, comprender que nos quedaban (nos quedan) muchas cosas por aprender y que sí, ese director era especial, no se parecía a nadie, que no importaba que no lo entendiéramos porque nos quedaban en el alma y al corazón todas sus historias terribles, todos sus personajes desolados, todas sus palabras hirientes, todas sus crónicas narradas de una manera ascética y sin dobleces, como si fueran historias medioevales, en blanco y negro, en parajes yertos y muchas veces en invierno, sin sol, sin calor, sin lumbre, con todos esos hombres y mujeres con la piel expuesta y las cicatrices abiertas y sangrantes.
Muchas veces en esos sesentas y setentas que no se parecen a ninguna otra época de la Historia, en esos años turbulentos que vivimos entre Barranquilla, Cartagena de Indias y Bogotá mientras descubríamos el otoño en Nueva York y el invierno en Washington, y el final del verano en Londres, Madrid, Moscú, Samarkanda, San Sebastián y otras ciudades inolvidables, en esos sesentas y setentas aprendimos a amarlo aunque no lo entendiéramos; a repetir sus películas aunque nos aburrieran; a seguir sus migajas de pan en el bosque mientras una de sus mujeres era capaz de cortar sus genitales con un vidrio, untarse la cara con sangre para decirle al marido, sin palabras, que el amor entre ellos se había agotado; a leer y memorizar sus palabras que mostraban a un angustiado Max von Sydow, preguntándole al pastor luterano por qué la vida no significaba nada y escuchando, asombrado, cómo el clérigo le concedía la razón porque él, también, esperaba la ocasión para suicidarse. O la más famo!
sa escena en toda su filmografía que roza los 60 títulos para cine y televisión, esa en la que un caballero y la Muerte juegan una dramática y tensa partida de ajedrez.
Después, cuando nos hicimos humildes y menos ostentosos regresamos sobre todas esas películas y comenzamos a entenderlas y apreciarlas mejor, y entonces descubrimos que todas sus películas, todas, son una sola, y que el dolor, la angustia, el vacío, la oscuridad, las ganas de matarse, el amor y el desamor se hallan en mayores o menos dosis en otros títulos como "Sarabanada", "Fanny y Alexander", "La vida de las marionetas", "Sonata de otoño", "Escenas de la vida conyugal", "Cara a cara", entre otros.
Ahora la desazón es terrible. Ingmar Bergman nos ha dejado solos y ya no tenemos quién nos responda tantas preguntas: "¿Por qué o para qué vivimos?", ¿dónde anda Dios cuando no lo necesitamos†, “¿Por qué se acaba el amor?†, “¿Por qué adoramos las mentiras y los engaños?†, “¿Somos iguales a los demás?†, “¿De dónde viene tanto dolor?†, “¿Cierto que la felicidad no existe?†…
Habrá que mirar sus películas y encontrar las respuestas antes que sea tarde, demasiado tarde, como en la partida de ajedrez con la Muerte.
Antonioni, la otra mirada
“Zabriskie Point†, una de las cuatro películas más populares de Michelangelo Antonioni, en una obra que tiene 16 títulos, comienza con una asamblea estudiantil en una universidad de California, con un grupo de chicos blancos y negros agrediéndose políticamente por el color de su piel y decidiendo cómo atacar a las autoridades. En medio de gritos, insultos y groserías, el protagonista se marcha, aburrido y decepcionado.
La película finaliza con la muchacha contemplando cómo una mansión descomunal, erigida sobre las rocas, explota en una serie de secuencias en cámara lenta que permite observar la destrucción de todos los objetos que simbolizan el bienestar del sueño americano.
“Blow Up†, basada en una historia de Julio Cortázar, es narrada a través de los ojos y la cámara de un fotógrafo, estrella de ese Londres de los setentas donde la música, las drogas, el sexo, la moda, la arquitectura y la banalidad son esenciales para sobrevivir y triunfar. Una vez más, como en sus otras películas, la mirada del director y sus personajes se convierte en elemento definitivo para la descripción de un mundo en el que hombres y mujeres permanecen callados, incomunicados mientras miran sin mirar, sin entender, sin gozar, sin compartir lo que la vida o la muerte les proporcionan.
La mirada de Antonioni y los silencios que esa mirada reflejaba en sus películas y la vida cotidiana. Dos anécdotas. Enrica, la viuda, recordándolo ante sus amigos en Ferrara: "Su mirada era muy especial con esos ojos verdes que tenía. La vida que pasamos estuvo hecha de muchas cosas, también de silencio. Me comunicaba con él de diferentes maneras, a veces gritándole. Hablaba todos los días de la muerte y yo le preguntaba dónde pensaba ir y obtuve la respuesta cuando vi una luz extraordinaria en su cuarto que rebotaba en la pared y del espejo a la cama con los colores del arco iris. Una luz que era energía†.
Y añade sobre la mirada del maestro: "Se había quedado ciego en septiembre de 2006, y cuando empezó a decir que no veía más no quiso seguir viviendo y dejaba de comer y beber durante días hasta que me veía angustiada por su ausencia y entonces comía unos bocados hasta que dejaba nuevamente de alimentarse.. Para uno que amaba la luz como él, la ceguera fue el golpe definitivo y dijo basta. Yo no podía hacer otra cosa que estar de acuerdo con él. Fue él quien me condujo de la mano hacia su muerte, hablábamos todo el tiempo de ella y estábamos pegados como nunca".
Y esta escena que parece salida de una de sus películas: "A las 19.30, una de sus asistentes me gritó que corriera. El tenía reclinada la cabeza como era frecuente en él desde que se había quedado ciego pero respiraba todavía. De repente alzó la cabeza, hizo un respiro larguísimo y sin ruido y se dejó caer, el cuerpo finalmente libre. Fue la experiencia más hermosa de mi vida y que quiero contar un millón de veces antes de morir. Una experiencia mística, porque ocurrió la noche de luna llena de julio, que los budistas consideran la más luminosa y pura del año y la que mejor representa al Maestro".
Y cierra: "Rogué tanto que muriera esa noche y pasó. Y es una gracia llena de misterio que haya muerto el mismo día que Ingmar Bergman".
La otra anécdota es descrita por Diego Galán: “Un hombre viejo, precedido por su propia sombra, atraviesa la puerta de una vieja iglesia romana. En el interior se halla la impresionante escultura inacabada del Moisés de Miguel Angel. El hombre la observa con veneración, en escrupuloso silencio, casi con recogimiento religioso, empequeñecido su cuerpo anciano bajo la magnitud de la obra que parece estar observándole a él. Los ojos del hombre parecen cansados pero su mirada está viva, es joven, se detiene en cada detalle con embeleso: hasta se atreve a acariciar partes de la escultura con sus manos delicadas. Luego, sale de la iglesia con calma. Este corto de 15 minutos, "La mirada de Michelangelo", fue el penúltimo trabajo cinematográfico de Antonioni.
El mismo lo interpretó hace apenas tres años, superando su invalidez con trucos digitales. Un Antonioni "restaurado" contemplando una obra entonces también recién restaurada. Michelangelo admirando a Michelangelo. Se trata de una pieza maestra que resume ese personalísimo mirar del cineasta con el que creó algunas grandes películas".
Esa era la mirada de Antonioni que sentimos aún en las escenas más insignificantes de sus películas que ahora debemos repasar mientras recordamos sus propias palabras:
-Sabemos que debajo de la imagen revelada hay otra, más fiel a la realidad, y debajo de ésta hay otra, y todavía otra debajo de esta última. Hasta llegar a la verdadera imagen de esta realidad, absoluta, misteriosa, que nadie verá nunca. O quizás hasta la descomposición de toda imagen, de toda realidad.
-Una imagen sólo es esencial si cada centímetro cuadrado de esa imagen es esencial… No tengo facilidad de palabra, más bien tengo facilidad de imagen.
-Si un tema no me interesa, no puedo, no quiero ni debo filmarlo. Soy dueño de elegir, aunque sepa que esa coherencia deberé pagarla de algún modo.
-Lo que no sé cuando me preguntan cómo nace una película es precisamente cómo se produce el nacimiento mismo, el parto, el big bang, los primeros tres minutos. Ni si las imágenes de esos tres primeros minutos tienen un contenido.
En otras palabras, si la película nace primero como respuesta a una exigencia íntima de su autor o bien si la pregunta que esas imágenes plantean está condenada a no ser ya otra cosa, a valer -ontológicamente- por lo que es…
ag/adl
*Escritor y crítico de cine colombiano.