El beso es más importante que el cambio climático o que la situación en cualquier lugar remoto del mundo. Lo juro por mi amigo Jesucito.
El beso es único. Lo entenderán mejor cuando sepan que uno, uno solo, que sin ser cinematográfico fue de esos que no se le da a cualquiera, me salvó la vida. Bueno el honor, que en aquellos tiempos era casi más importante.
Mil veces he hablado de una vieja amiga que tuve, espero que me conserve su amistad allí donde se encuentre, en el cielo, en la tierra o en Traspolandia -que está a mano derecha según se entra en el triángulo de Las Bermudas-, la bailarina y actriz Chelo Alonso, el fuego cubano en los Campos Elseos de París con un cuerpo que a los franceses les parecía el principio del fin del relativismo cartesiano.
La conocí allí por los años sesenta en el Folies Bergere, un teatro de una callejuela del Montmartre fundado en 1869 en pleno París, una época en la que se viajaba a la capital de Francia con los ojos fuera de las órbitas, cuando los parisienses pudientes tenían amantes de plantilla y de cabaret.
Inmortalizado por Edouard Manet como el Moulin Rouge y por el pobre enano Toulouse-Lautrec, el Folies se adaptó a los tiempos de los turistas en autobuses de dos pisos que pagan poco y exigen mucho y que se extasían aún delante de la fachada del teatro, puro art déco de 1930.
Lo comparaban con El Tropicana de La Habana cuando sus propietarios decidieron presentar revistas con inmensas vedettes muy desvestidas por las partes bajas y acosadas por un plumero insoportable en los pisos altos.
Chelo fue una de las grandes estrellas de ese espectáculo después de Josephine Baker, de quien dicen que bailó con Hemingway, en el Ritz, nada menos que desnuda bajo un abrigo de pieles en cuyo interior el norteamericano se había refugiado, seguramente para olerla mejor. Ya saben, como el cuento de Caperucita Roja.
Otra enorme devoradora de hombres, millonarios claro porque la verdad es que los pobres tienen un indecente déficit de sexy, Mistinguet también lanzó su vocecilla de vicetiple acatarrada en aquel escenario. Y pretenden que hasta Charlie Chaplin hizo allí sus pinitos, aunque supongo que sin plumas y decentemente vestido.
Porque, qué quieren que les diga, por razones que sólo Sigmund Freud comprenderá tal vez, aquel hombre que hacía reír a todo el mundo siempre me ha producido la más desesperante tristeza.
?Dónde anda Chelo Alonso? Ay, mi Chelo, el jazmín más bonito que jamás olí. (En mi terraza de este pueblo donde acaba la Europa de los 40 de Alí Babá, donde ya he renunciado al descafeinado con leche, tengo una maravillosa planta de jazmín que alimento con fondos de güisqui con cine. Cada vez que me llevo una de sus flores a la boca, la recuerdo a ella, recuerdo su beso salvador).
Mi vida habría podido cambiar aquella noche en una reunión a la que su hermano Tony me haba invitado en el precioso apartamento que Chelo ocupaba en la rue Balzac, uno de los más bellos afluentes de los Campos Elíseos, que entonces eran más luminosos.
Los invitados estaban en el salón sumido en una oscuridad cabaretera de pañuelos de seda carísimos encima de las lámparas. Pero en lugar de los esmóquines de rigor me encontré con trajes extravagantes de mil colorines y maquillajes de espántame niño que viene la abuela.
Horror, aquello era un coloquio de locas chochas. Doce locas pintarrajeadas y codiciosas -algunas de las cuales me dijeron, para más glamour, que pertenecían al cuerpo diplomático latinoamericano en París-, se abrieron de deseo cuando yo entré en el salón como el primer cristiano arrojado a las leonas.
Pese a mi inocencia comprendí que querían apoderarse de mi intimidad más íntima. Y me disponía a resistir, como Tarzán frente a la mujer leopardo, como Johnny Weismuller en la versión del 46. Entonces una mano perfumada hasta las uñas me agarró, me sentó un beso, el beso, y me sacó de aquel aquelarre. Era ella, Chelo.
Reales o soñados, qué más da, lo principal es la ilusión y todavía más el recuerdo de la ilusión. Nunca he olvidado aquellos labios. Y fíjense que hasta ese momento la beata contemplación de El beso de Rodin sacaba coloretes en mi carita de santo.
Es una calle de Málaga, verano del 2007, pero podría ser Roma o La Habana. La mujer navega en esa juventud que sólo determina la felicidad. En los ojos del hombre se retrata el hastío de sanseacabó. Ella se le acerca por sorpresa, casi corriendo y le estampa dos estruendosos besos en las mejillas.
Luego se abraza a él empinadamente, como si fuera el último día de su existencia. Parece la escena crucial de La bonne anné, de Claude Lelouch. Los ojos de la mujer brillan de contento. Los de él empiezan a encenderse una vez pasada la sorpresa. El abrazo se convierte en un vals sin música.
Muchas noches sueño con esa escena de Lelouch, ese beso de la esperanza. Nunca lo he bailado. O puede que lo haya olvidado. La otra noche -saben que a los locos la noche nos devuelve la vida- soñé cona una de las más bellísimas tonadilleras de la canción española, Silvia Pantoja.
La amo en el silencio del agradecimiento porque cada vez que la veo me recuerda que la vida puede existir todavía. Y no les digo nada cuando canta: Quiero darte todo lo que tengo en un beso. Dicen que Gabriel García Márquez aseguró en alguna ocasión: laméntate el día que no tomaste tiempo para una sonrisa, un abrazo, un beso. Y el hombre sabe un montón de esas cosas del amor.
ag/sb
*Escritor y periodista francés.
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