Si usted vive aqui y tiene los pies sobre la tierra, tendrá que haber reflexionado sobre el genocidio moral de que se ha servido el poder político para disolver los resortes en que se asienta y organiza la vida social. Ambientes como el político, aunque no sea el único, hay que transitarlos con la nariz tapada para no sucumbir asfixiado por una descomposición, que, desgraciadamente, parece cubrir cada día y de manera irremediable más tejidos sociales.
Para una sociedad sin principios, valores ni vergüenza qué mejor camino que el de la vida fácil, sin trabajo ni esfuerzo para sus miembros alcanzar el éxito. ¿Acaso no es ése el camino que se han trazado quienes ejercen el poder con la injerencia hegemónica en la vida social a condición de un abominable vasallaje?
Los principios son valores incómodos para las ambiciones. Tienen entonces no sólo que eliminarse, sino hasta desacreditarse como condición, no de nobleza, sino de tonto e ingenuo. Porque es el criterio que prevalece sobre la persona correcta y formal, que cumple con sus deberes. Así se justifica la corrupción, que los políticos se vendan y renieguen como maldición de su pasado, pero sin renunciar a los beneficios.
Se habla, sin que la sociedad se inmute, de dilapidación de los recursos públicos, escándalos de corrupción, figuras que se venden como mercancías, compra de partidos, ídolos de barro. Porque dentro de la crisis de valores que se ha fomentado se ha llegado al punto de que el poder todo lo puede, que lo que vale es el dinero, de que nada es nada y todo es posible.
Las nociones de verdad y valor se han relativizado hasta la ficción, porque la gente acepta las mentiras, aunque no la crea. Los hechos han perdido su componente histórico para reducirse a ofensivos actos de propaganda, o, en su defecto, silenciados para evitar escándalos. No importa que la farsa se perciba, lo que importa es que se acepte.
La sociedad ha sido arrinconada de tal modo que hoy, como advertía un rara avis del quehacer nacional, el problema dominicano ha dejado de ser de empresarios, de políticos, de individuos, sino colectivo. Porque es la sociedad la que se ha contaminado con esa cultura que a nombre del bienestar material justifica el servilismo, la humillación y hasta la traición.
A fin de cuentas, si en política todo es válido, principios y valores a través de los cuales se organiza la vida social, no pueden contar. El problema -razonaba un empresario- no es que haya 5,000 corruptos, sino que haya ocho millones que aspiran serlo, porque es un sentimiento que de una forma y otra se ha generalizado hasta los niveles más degradantes de la condición humana.
Un jovencito se asombra de haber visto dos Ferrari en una marquesina, y pregunta si los dueños son políticos o traficantes de drogas, porque en más nadie puede concebir tanta bonanza. Y quizás piensa para qué estudiar.
Esa realidad, antes que enfrentarse para evitar una total descomposición, parece fomentarse para justificar prácticas que laceran la decencia, la conciencia y la razón.