Me niego a perder el tiempo haciendo rituales de masa, a bailar al son del majadero enjambre social, que no considera al ser humano como persona a la que hay que dejarle libertad para tener la vida interior que quiera y, poder degustar así, la vida por si mismo como un singular viviente. Haría falta que los espadas del poder bajasen de sus alturas para acercarse a los párpados de cada individuo. La vida no es cuestión de género, tampoco de multitud, sino de garantías y humanidad. Descubrir el privilegio de vivir, no como un dulce rebaño enjaulado de cosas, más bien como un corazón libre, genera cuando menos una profunda cascada de emociones; que, en realidad, son los años vividos y los que siempre se recuerdan.
Estoy seguro que muchos de nuestros problemas, la inmensa mayoría de ellos, por no decir todos, tienen su raíz en el olvido del ser humano, en la indiferencia hacia la persona, que apenas cuenta nada en la colectividad. Sin embargo: un grano, ya se sabe, sí que hace granero. Esa interesada omisión al ser, unas veces por rivalidad entre sexos y otras por celos entre altares, lo único que forja es una confusión antagonista. Hay hazañas que tenemos que combatir a nivel personal, cada ser con su propio ser: el bien sobre el mal, o lo que es lo mismo, el amor sobre el odio. Al ser hay que dejarlo ser él mismo, que tenga dominio sobre sí, con la libertad como primer paso y con vía libre al acceso a la justicia.
Nos pocas libertades hemos ido perdiendo, o mejor nos han ido robando descaradamente. El sometimiento a un poder económico, basado en un sistema productivo cien por cien inhumano, es la mayor de las esclavitudes de este siglo. Tampoco todos los seres humanos tienen la ventana de la justicia abierta. Se me ocurre pensar en los inmigrantes en situación irregular, que hasta que los regulariza una sociedad burocratizada al máximo, no pueden acceder a los tribunales para hacer valer sus derechos, porque la masa los considera ilegales en un mundo que es de todos y de nadie. O el mismo acceso a la justicia por parte de los menores que son víctimas y testigos de macabras conductas, condicionados a la edad y a la falta de capacidad legal. Todo esto lo que origina es una sociedad vengativa, en vez de ser una sociedad rehabilitadora. Ahí están, los delitos llevados a cabo por chavales que deberían verse y analizarse como lo que son, niños, antes que delincuentes.
Pienso que la masa social, y, por ende sus poderes soberanos, les corresponderían tomar como prioridad que a las víctimas, tanto si se encontrasen en una situación irregular como si fuesen menores, se les asegurase la mano protectora de la justicia. Una ayuda que a nadie ha de negársele y mucho menos a los más desprotegidos. De lo contrario, habrá seres humanos que seguirán torturados por partida doble, por una parte serán presa fácil de gentes sin escrúpulos y, por otra, vivirán atormentados por unos procedimientos judiciales y barreras administrativas que no entienden ni les entienden. La libertad y la justicia no pueden ser palabras vacías de contenido para ningún ser humano. Se han de eliminar los atropellos que llevan al predominio de unos sobre otros: el tanto tienes tanto vales sigue aún vigente. Todavía la masa no ha derogado el articulado clasista.
Es cierto que necesitamos ser nosotros, cada uno consigo mismo, con el esfuerzo de la superación y el compromiso de la acción, aunque en muchas ocasiones tengamos que asumir la bestia negra del sufrimiento. A mi juicio, la prioridad por el ser antes que por la masa es vital. Bajo la atmósfera presente, donde la ética dormita en un laberinto y la desorientación moral oculta el peligro tanto de la pasividad que acarrea no pocos complejos, como de la ofuscación por falsear la espiritual naturaleza del ser humano, se precisa cuanto antes un reactivo de humanidad capaz de prevenir a la persona de riesgos provenientes de la ignorancia y de la degradación del propio ambiente humano.
Creo que la masa social se ha vuelto despreciativa y excluyente, le cuesta admitir la globalizada diversidad, y se mofa de la vulnerabilidad de las mujeres, los niños e inmigrantes, que, en muchos casos, además de ser discriminados por sus creencias, lo son por su etnia y sexo. Que el relator de las Naciones Unidas sobre racismo, Doudou Diene, haya condenado recientemente el aumento del racismo y la xenofobia en Europa es un dato preocupante. En un informe ante el Consejo de Derechos Humanos, en Ginebra, dijo que la “islamofobia” es en la actualidad la forma más grave de difamación religiosa, y contiene los ingredientes para desencadenar un conflicto entre civilizaciones.
Esto pasa, sin duda, por devaluar a la persona como tal y no considerarla por si misma el centro de todo el orden social. Por tanto, ha de ser apremiante, a mi modo de ver, el esfuerzo por abrir camino a una humanidad humanizadora de todo ser humano. Para acometer una empresa como ésta, es preciso dejarse guiar por una visión de la persona no viciada por prejuicios ideológicos y culturales, o enviciada por intereses políticos y económicos, que inciten al odio y a la violencia. De igual modo, cuando una cierta concepción de Dios da origen a hechos criminales, evidencia que dicha concepción se ha transformado ya en doctrina ideológica. Fijándonos, en consecuencia, en el actual contexto cultural que vivimos, divinizado por el consumo de una masa social que lo único que innova es incertidumbres y dudas, sólo al ser que le dejan ser con sus valores innatos, puede dar una respuesta solidaria a la propia sed de valores y hambre de vida humana que soportamos. Algo que siente el alma de toda persona interesada en hacerse valer como valor primero y en hacer valer su propio destino como valor paralelo.
Víctor Corcoba Herrero
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(16 de septiembre 2007)