SANTO DOMINGO.-Hay que quitarse el sombrero y ponerse en atención porque el martes pasado, en una triste cama de hospital, en medio del silencio reverencial de la noche nordestana y bajo la luz de un cuarto menguante que se quedó a vivir para siempre en San Francisco, murió Ricardo Rojas Espejo, en el periodismo, un reportero de mil estrellas en la frente, y en la vida, un general de mil batallas.
Ricardo Rojas Espejo era un volcán en erupción. Cuando escribía, el Olimpo se estremecía. Su prosa tenía la virtud de conversar con los aguaceros y la audacia de hacer que la luna, sucia de arrozales, se demorara en las esquinas de su pueblo.
San Francisco tenía una juventud rebelde que se le plantó al mandatario de turno –que era Joaquín Balaguer- y nunca aceptó los dictados del régimen. Entre aquellos jóvenes que se fueron a la calle con el pecho descubierto y mirando hacia el futuro, estaba él.
Era muy joven cuando fue a la cárcel por primera vez por defender sus ideas. Luego ingresó a las filas de la Línea Roja buscando una bandera y un lugar donde arrimar sus ansias de libertad.
Se hizo reportero y un finísimo contador de historias. Con una pasión insuperable, contó la historia de su tiempo, una historia que se escribía con sangre desde aquella ciudad indócil que nunca se acostumbró a vivir de rodillas.
Fue corresponsal de Ultima Hora y El Día, dos diarios que se llevó la incomprensión, y fundador del Noticiario 1070, un espacio que sirvió de escuela a muchos de los periodistas macorisanos. Aquella fue su época de gloria.
Ricardo se batió con los oficiales que en los doce años impulsaban un baño de sangre en su región, y lo hizo desde sus editoriales. Puede decirse que la palabra editorial de Ricardo Rojas Espejo prácticamente fundó una escuela de periodismo combativo en el nordeste.
Cuando el gobierno de Balaguer estaba en su fase más purulenta y la sangre derramada era la primera plana de los diarios, a San Francisco de Macorís llegó un coronel apellido Pichardo y se hizo dueño del pueblo. Se instaló en el viejo cuartel de policía que estaba en la calle Mella esquina 27 de Febrero, y convirtió ese lugar en la capital regional del escarnio.
De todos los rincones del nordeste, del otro lado de los arrozales, de las ciudades de salitre dormidas a orillas de la costa, de sus apartados parajes y de sus hermosas plantaciones llegaron amarradas sus víctimas, servidas por una legión de esbirros que tenía en la zona un siniestro carnaval de sangre.
Ricardo, como gran parte de la juventud francomacorisana, pasó por sus manos y conoció la "eficacia" de sus métodos. Tiempo después, se vengó con su mejor arma: la palabra. Escribió un relato – Feliz cumpleaños, coronel- que fue publicado poco antes de su muerte, donde describió con detalles la situación de terror implantada por aquel oficial en su destacamento y el triste desenlace que corrió: un día, que todo Macorís aun guarda en la memoria, le mandaron una bomba en un paquete postal y, tras su detonación, perdió los dos brazos.
Como contador de historias, Ricardo Rojas Espejo era inmejorable. Jugaba como nadie con la palabra y tenía una capacidad para mirar hacia el detalle que le permitía hacer descripciones como esta:
"Parece que el sol tenía miedo de meterse en el sórdido ambiente de ese carnaval de culpas, y se quedaba en la raya que rozaba el canto inferior de la ventana entreabierta, mostrando una tierra del arco frontal de la parroquia Santa Ana".
Según el maestro Manuel Mora Serrano, él reinventó a Macorís en sus palabras con "una pluma viva, ágil, nerviosa más bien".
Ricardo organizaba una peña en la barra El Polo, de la calle Restauración, y allí, frente a las invencibles gentilezas de doña Rosa y sus muchachas, en el lugar donde los poetas, entre interminables tazas de café expreso y derretidos de queso, despachan sus nostalgias y las tardes tienen el sabor que les deja la lluvia, reinaba con sus historias.
Yo lo vi convertirse en luz en aquel sitio, lo vi reinar, con su chaleco de reportero, en el centro de una constelación de amigos y batirse con el presente a fuerza de imaginación. Lo vi tomar la primavera por asalto para darle color a aquellas tardes y vi su mirada convertir en reinas a las muchachas macorisanas que llevan luz en sus caderas, y doy testimonio de su grandeza.
Pasó el tiempo y San Francisco empezó a cambiar. La noche dejó de gritarle a los dioses y muchos jóvenes cambiaron el rumbo. Dicen que su destino fue planeado en embajadas extranjeras y en despachos poderosos. Sus enemigos le dieron con todo lo que tenían, y al final quedó aquel pueblo, con sus poetas y sus guerreros, vencido, tirado como un cadáver a un lado del camino.
Ricardo fue parte de esa derrota. Hizo suya la nostalgia de los viejos tiempos y se fue a vivirla a su manera. Un día, en una esquina del parque Duarte plantó bandera, y allí se quedó para siempre, con la estampa típica del viejo reportero, llevando en su botella todas las penas del mundo. A Ricardo Rojas Espejo lo venció quizás la larga noche de su pueblo.
El viento que soplaba en la noche del nordeste estaba muy caliente cuando Ricardo, en una reverencia de silencio, se fue a vivir en una estrella. Murió de tanta noche acumulada en el cuerpo, de tanta historia que llevaba en su equipaje y de tantas madrugadas que se le demoraron en la mirada.
Ricardo Rojas Espejo se ha ido. Era un adicto a la nostalgia y un respetable habitante de la noche. Se fue sin despedirse y sin cumplir ninguna ceremonia. Pongámonos de pie para verlo pasar en su camino a la eternidad, que es el lugar que le reserva la vida a sus buenos reporteros.