Siempre he sentido gran respeto hacia los artistas que gozan de un aprecio excepcional de los públicos. Pienso que para ganar ese lugar privilegiado, supieron entregar algo valioso de sí mismos, dar algo que los demás sienten que los enriquece.
En la diva operística María Callas tenemos un ejemplo de un mito en que se encuentra correspondencia entre la fama y el talento artístico. Mis primeras noticias sobre la Callas me llegaron de manera muy curiosa, cuando aún yo no había podido valorar sus notables aportes al arte de la ópera.
En la década de los años cincuenta, coincidí casualmente con ella en los Estados Unidos. Fue entonces cuando algunos amigos mutuos comenzaron a señalarnos que entre ella y yo había cierto parecido físico, especialmente en el rostro. Por aquellos días, algunos admiradores de Callas, confundidos, me pedían autógrafos creyendo que yo era la cantante, y a ella le ocurrió algunas veces lo mismo con los míos.
Desde luego, ambas tomamos aquellos incidentes con muy buen humor. Años después pude conocer la magnitud de la contribución de María Callas al arte operístico, sus extraordinarias dotes de actriz y su inteligencia y buen gusto escénico.
Incluso, oyéndola exponer los fundamentos de su trabajo encontré muchos puntos de contacto entre su forma de concebir la voz -en función del personaje e íntimamente ligada a la música y al carácter de la obra-, con mi forma de concebir la danza, en la que el movimiento siempre tiene para mí una función significante; es decir, que siento el movimiento como un medio de expresión teatral y no como un mecanismo vacío de contenido.
Después de la muerte de María Callas, pude conocer muchos detalles de su vida y del arduo camino que debió recorrer como artista y como ser humano. Descubrí en ella un personaje patético, en el que la soledad y la grandeza se dieron juntas de una manera dramática.
Su necesidad de sentirse humanizada, el desgarramiento producido por la contradicción entre una vida pletórica de éxitos artísticos, muy rica de emociones, por una parte, y por la otra su anhelo de realización personal como una simple mujer en su expresión más sencilla y humana. Y luego, la fatal destrucción de su arte y de su vida misma.
Pensando en todas estas cosas, conversándolas con personas allegadas y con amigos conocedores entusiastas del arte de Callas, surgió la idea de un ballet dedicado a la gran artista de la ópera, y correspondió a Alberto Méndez la difícil tarea de llevarlo a la coreografía. Era realmente un reto, el intento de expresar en la danza, no la biografía de la cantante -que nunca fue ese el objetivo planteado-, sino algunas esencias de su vida, una especie de alegoría de la artista y su tragedia personal.
El ballet fue concebido por el coreógrafo en cinco escenas: el concierto, el recuento, la plenitud, el vacío y el mito. Desde el punto de vista de la interpretación, lograr la escena del concierto fue sin dudas una dura tarea. Se trata de mostrar a la artista en su confrontación directa con el público y no hacer en momento alguno la imitación y mucho menos la caricatura de la cantante.
En esta ocasión, el lenguaje de los brazos sustituyó a la voz, en un trabajo lleno de matices y sutilezas, que exige una extrema concentración en el momento de ejecutarlo. La voluntad de no imitar a María Callas la mantuvimos en toda la obra.
Tratamos de no proponernos ser ella, sino de hacer algo dedicado a ella que se identifique con lo más profundo de su personalidad. Pero algo que además despierte en el público un sentimiento que lo acerque a aquella artista, y que no se reciba obviamente, sino que se sienta.
El final de la obra nos retorna, de cierta manera, a la escena inicial de confrontación con el público, pero ya el tono es otro. Su canto es como un grito, un rapto, una plenitud. La diva ha muerto y se hace leyenda, se multiplica y vive eternamente en su arte. Es como una liberación de todo amarre, una entrega sin límites, el paso a la eternidad.
ag/aa
*Prima ballerina assoluta. Directora Ballet Nacional de Cuba.