La actual campaña conservadora contra el aborto terapéutico se apoya en una supuesta defensa de la vida de los seres humanos. Y esto nos remite tanto a la definición y existencia de esos seres vivientes como a la preeminencia de la cultura de la muerte desde la actual dominación capitalista, neoliberal, patriarcal y ecocida asumida indolentemente por no pocos de sus mentores.
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El espermatozoide es un ente con vida, más no un ser humano vivo. Igual el óvulo y tambien el embrión que resulta de su unión fecundada.
El embrión de un ser humano- esto ha sido probado científicamente- no equivale al ser humano, no es un niño o una niña. Es algo que podría convertirse en vida humana, pero no lo es. El embrión aún no piensa, no tiene sentimientos, no es un ser conformado, ni siquiera en su mínima expresión.
El embrión –ya existen métodos de laboratorio para determinarlo- puede tener una evolución normal o anormal. En dependencia de esa evolución, la vida humana que podría resultar de ella, bien puede ser biológicamente normal o por el contrario devenir en tragedia individual, familiar y social.
La evolución del embrión, además, puede o no poner en riesgo la vida o la salud (mental y física) de la mujer que lo concibe y aloja en su útero, con o sin su voluntad y deseo.
El aborto, la extracción del embrión, puede producirse sin que medie la inducción, la acción consciente para provocarlo. Esa pérdida nadie ha sido capaz de equipararla a la muerte de un(a) niño(a). Ni siquiera la interrupción del embarazo en el período fetal (algo que podría ser necesario por dramáticas razones de salud) son hechos igualables.
El aborto puede ser provocado en condiciones científicamente reguladas o sin esas condiciones. Se trata del aborto inducido.
La muerte de los espermatozoides y de los óvulos antes de fecundar- aunque cada uno representa potencialmente la mitad de un embrión y del producto de su evolución- no equivale a la muerte de un(o de medio) ser humano. Sus muertes inducidas tampoco pueden ser calificadas de crímenes.
Si fuera así habría que calificar la masturbación o el orgasmo en pareja, sin fines de reproducción – fenómenos tan naturales como la vida misma, y tan placenteros e inofensivos como otros actos sublimes de la existencia humana- como genocidio.
El embarazo puede ser o no deseado. El embrión puede ser normal o anormal. Su conversión en feto y su evolución posterior podría ser normal o anormal, generar felicidad o infelicidad, vida humana o muerte humana.
Por eso la defensa dogmática del embrión no siempre equivale a la defensa de la vida y de la salud. Ni para el ser en gestación, ni para la madre que lo acoge en su vientre.
Imaginemos un embarazo cuya evolución ponen en riesgo la vida de una madre. ¿Quién atenta contra la vida, quien propicia la interrupción terapéutica de ese embarazo o quien impone su desarrollo hasta provocar la muerte de la madre?
Imaginemos un embrión tan afectado como para producir un ser humano que por sus niveles de dependencia es incapaz de vivir feliz y que más bien es generador de infelicidad. ¿Es un acto de defensa de la vida obligar a su evolución y nacimiento?
Imaginemos una niña de 12, 13, 14, 15 años, violada y embarazada. Un embarazo en un ser sin capacidad aún para ser madre en su sentido pleno, abandonada además por el hombre que la embarazó. Imaginemos las circunstancias que rodean a un embarazo no deseado por la madre ¿Qué le espera a esa criatura y a esa jovencita?
¿Por qué castigar, por qué penalizar la suspensión voluntaria del embarazo en circunstancias generadoras de muerte e infelicidad? ¿Por qué negarla a la mujer embarazada y/o a la pareja el derecho a decidirse por el aborto terapéutico?
¿Acaso esa interrupción salvadora es condenable? ¿Acaso es algo virtuoso y humano aceptar pasivamente la infelicidad y la muerte que puede generar el permitir su evolución y desenlace fatal?
Precisamente la defensa de una vida física y mentalmente saludable, la prevención de la muerte física y espiritual, o de trastornos y sufrimientos mayores es lo que aconseja el aborto terapéutico. Y más aun la despenalización de toda interrupción de los embarazos no deseados o clínicamente necesarios, decididos por la madre o por la pareja y ejecutado en armonía con las exigencias médicas.
Penalizarlo es precisamente parte de la cultura de la muerte por doble vía: por lo que implica su no interrupción en término de muerte física y espiritual y por la consecuencia de la proliferación del aborto ilegal en condiciones de alto riesgo para la madre. Demostrado está que la prohibición del aborto conduce al desarrollo de la práctica del mismo en condiciones de insalubridad, especulación y extorsión comercial.
Oponerse a la despenalización del aborto equivale a la negación de un derecho humano fundamental y muy especialmente conduce a la violación de la soberanía de la mujer sobre su propio cuerpo y al atropello de su propia vida.
Aquí, ahora solo se discute lo relativo al aborto terapéutico. La pretensión de mantenerlo penalizado está siendo sostenida con argumentos religiosos- fundamentalistas, a los que se subordinan temerosos empresarios, políticos y funcionarios corrompidos; responsables, por demás, de todas las formas de atentado contra la vida (patriarcado, capitalismo, neoliberalismo, empobrecimiento, corrupción, desigualdades, saqueo, depredación, gansterización del Estado y la política…).
Visto desde la ciencia y desde el más elemental sentido de humanidad se trata de un nuevo intento, en pleno siglo XXI, de perpetuación de un crimen larga data, institucionalizado por las fuerzas del oscurantismo y el espíritu inquisidor.
Así, en nombre de la defensa de la vida, se promueve la muerte. El “mundo al revés” como diría Eduardo Galeano.