Corrían los últimos años de la década de los ‘60s y llegaba hasta lo más profundo el romanticismo revolucionario de nuestra adolescencia, cuando enarbolando convencidos la ¿inminente? desaparición del imperialismo yanki, los caminos de la provincia Duarte fueron testigos mudos de aventuras y quimeras de mozalbetes que pretendían un mundo mejor de igualdad y felicidad para todos.
Llamábamos reaccionarios, retrasados y retrógrados a quienes se oponían a nuestras ideas y teorizar sobre los estadios de bonanza y progreso que traería el socialismo era casi un placer orgásmico tanto en aulas y plazas como en las reuniones a escondidas que promovíamos en callejones y aldeas.
La elocuencia, el verbo florido y las frases convincentes atraían para “la causa” voluntades y adhesiones de otros mozalbetes –y de los más adultos- que llegaban hasta a vernos con admiración, quizás más por el arrojo desafiante de buscar la revolución en medio de la intolerancia que por la verdad que encerraran nuestras palabras.
En ese ambiente comencé a conocer y a tratar a Ricardo Rojas Espejo, periodista, poeta, escritor romántico y profundo que se resistió a dejar la provincia por no abandonar sus raíces, pero que no tuvo límites geográficos ni humanos para dejar en sobrerelieve su capacidad y cultura.
Admiró hasta morir hace pocas semanas al Ché, cuya imagen-icono que ha recorrido el globo consideraba el adorno principal de su habitat, fue solidario sin par y aunque no estuviese de acuerdo con tus planteamientos defendía con fervor ante terceros tu derecho a expresarte.
Me cuenta Pedrito Fernández, otro ícono del periodismo francomacorisano al que profeso admiración y afecto –y a él le consta-, que Ricardito (como solíamos identificar a Ricardo Rojas Espejo) llegó por sus propios pies a la clínica donde dejó este mundo.
No dejó riquezas materiales a sus descendientes, pero sí un legado apasionado por las letras, por ser él mismo –sin poses ni hipocresías- siempre, por vivir a su modo sin fuñir a los demás y por amar profundamente a su Macorís romántico, que ha de conservar sus huellas por secula seculorum. Paz a sus restos.
El autor es periodista y consultor de comunicación
leohernandez@indes.org
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