París.- Marion Jones acaba de devolver cinco medallas obtenidas de forma fraudulenta en los Juegos Olímpicos de Sydney. Es sólo la punta del iceberg del flagelo del doping que, asociado al mercantilismo, están masacrando al deporte. A estas alturas, quienes hemos trabajado en numerosas coberturas internacionales no podemos sentir menos que decepción y angustia ante los escándalos de atletas en las más disímiles disciplinas, involucrados en el consumo de sustancias estimulantes.
Tamaño descrédito pone en tela de juicio cada vez más el espectáculo deportivo en sí mismo.
Cabe preguntarse con insistencia en cuántos eventos se difundieron supuestas hazañas y proezas, con tonos edulcorados y emotivos, que luego se desmoronaron como castillo de naipes.
La Agencia Mundial Antidopaje (AMA) mejoró indiscutiblemente sus mecanismos para detectar el doping, pero aún así existe un juego similar al de los creadores de virus cibernéticos, que alimentan al mismo tiempo la labor de los especialistas en antivirus.
Anteriormente, la interrogante llena de admiración era hasta dónde llegarían los límites del ser humano en tiempos y marcas.
Hoy, la cuestión es mucho más simple: ¿será posible frenar la carrera mercantilista que incentiva el doping?.
Recuerdo que en 1988 el mundo quedó estupefacto ante el triunfo del canadiense Ben Johnson frente a Carl Lewis en la final de los 100 metros planos de los Juegos Olímpicos de Seúl, electrizando los cronómetros que no podían creer aquel extraordinario 9,79 segundos.
El Big Ben, que era entonces una masa muscular que se movía como una exhalación, lo perdió poco después al dar positivo por el uso de esteroides. Perdió la carrera del siglo y desapareció.
Confieso que escribí, con vehemencia, una crónica desde Bonn, entonces capital de Alemania Federal, donde todos los comentarios apuntaban hacia una plusmarca que rebasaba las expectativas y parecía destinada a transitar hacia el Nuevo Milenio.
Todavía famoso, aunque tristemente célebre, Johnson dijo en esos días que esperaba de un momento a otro que el caso de Marion Jones estallara.
"Yo creo que todos a nivel internacional usan drogas para mejorar su rendimiento y que es algo generalizado y va a continuar", indicó el malogrado bólido canadiense.
FANTASMA VISIBLE
El doping se antoja un fantasma ya demasiado visible en la
actualidad. A tal punto que el escepticismo se ha apoderado en gran escala entre directivos y funcionarios honestos del deporte, que por defecto sospechan de las actuaciones espectaculares.
En el ciclismo parece haber tela de sobra por donde cortar. Aunque a la luz de la opinión pública, en especial en Estados Unidos, Lance Amstrong salió airoso de las acusaciones de dopaje, en el fondo pocos se lo creen.
Amstrong fue el rey del Tour de Francia durante varios años,
imbatible, pero cuando se retiró el influyente diario L´Equipe sacó a relucir pruebas en las cuales aparecían indicios de consumo de sustancias prohibidas.
Tuvo éxito en los tribunales y ganó la querella. Luego, y más recientemente, su compatriota Floyd Landis cayó en el mismo laberinto, más oscuro y preciso.
Landis ahora está en fase de apelaciones, estupefacto y ofendido.
Perdió el título del Tour de Francia del 2006 porque el argumento de mala manipulación de los exámenes antidoping (el más socorrido que usan los acusados), no convenció a nadie.
Ciertamente hay decenas de ciclistas señalados en estos momentos. Ya poca gente sabe si en realidad alguna vez, al menos en el pasado reciente, los triunfadores de las vueltas más relevantes del orbe compitieron sin ingerir estimulantes.
La señal de alarma corre a tal velocidad que en apariencia hay gente que se lo toma de manera extrema.
Ejemplo de ello, los organizadores del Campeonato Mundial de
Ciclismo de Stuttgart advirtieron que el belga Eddy Merckx, otrora coloso lleno de premios en su trayectoria, no era bienvenido por presuntos antecedentes de doping, algo nunca demostrado.
La natación, que tampoco ha tenido a lo largo de la historia un expediente impecable, enfiló sus cañones este año hacia el superastro australiano Ian Thorpe, pluricampeón olímpico de Sydney-2000 y Atenas-2004.
Según L´Equipe, publicación que no siempre acertó en sus
denuncias, unos análisis arrojaron que en 2006 Thorpe tenía niveles anormales de testosterona, así como de otra sustancia que sirve para diluir la testosterona.
El "torpedo aussie", como lo llaman, se defendió al señalar que un test realizado en mayo de 2006, "estando yo en Australia", arrojó niveles inusuales de testosterona y de una hormona llamada hormona leutenizante.
"Ambas son sustancias que se producen de manera natural. Hay
muchas razones inocentes, fisiológicas y patológicas, por las que un test puede dar niveles inusuales de estas sustancias", argumentó.
Aún así, la sombra quedó plasmada en torno a su figura y a la de otros nadadores que – contra viento y marea – realizaron actuaciones casi inverosímiles a lo largo de sus carreras deportivas.
La explicación de la tendencia a estas prácticas corruptas ya se desliga de valores como el amor a la camiseta o a la bandera de un país determinado.
No por reiteradas las críticas, deja de ser un hecho que la
comercialización del deporte rebasó los límites.
Las camisetas de los futbolistas en las Ligas Nacionales defienden como premisa indispensable el número del jugador. El resto son carteles aberrantes de cervezas, leches, comestibles y todo lo que pague sus abultados salarios.
Una jornada del Grand Prix de atletismo anual puede representar en una sola prueba para el ganador la nada despreciable cifra de 16 mil dólares, además de otras prebendas.
La Golden League ofrece a sus dos triunfadores un millón de dólares.
Entonces, Marion Jones es apenas una erupción dentro de la fiebre mercantilista que azota al deporte y que a través del doping cobrará, sin dudas, muchas más víctimas en el futuro.
mpm/ft