Perdidas las buenas costumbres del respeto, o si quiere la buena fe del humano con corazón, se alista el declive y lo incivil toma fuerza. Los hechos violentos entran por la puerta grande y se colocan en el preámbulo de la orden del día de cualquier plaza y pueblo. Estoy convencido de que si tornáramos la vista, aunque sólo fuese de vez en cuando, a los principios de convivencia que rigen en todas las constituciones democráticas, los niveles de violencia descenderían en vez de ascender como volcanes en erupción sobre la estepa de la vida. Se ha perdido la hombría sincera, la llaneza de llamar a las cosas por su nombre y de nombrar el bien como oxígeno. El ambiente no puede ser más cruel. La humanidad cada día está un poco más derrotada. Qué pena.
Pienso que las instituciones deberían intervenir para achicar bravuras, y también como prevención y freno a posibles contingencias. Por ejemplo, visto que el uso del poder nuclear se extiende en diversas partes del mundo, el Organismo Internacional de Energía Atómica debería hacer valer algún tipo de declaración contundente bajo el incondicional apoyo de toda la comunidad internacional. Más que nunca se precisa poner barreras a la proliferación de armas nucleares, a cambio del uso de una tecnología segura y pacífica para un desarrollo respetuoso del medio ambiente. Está visto que las armas nucleares son un diluvio sin alma que vienen pisando fuerte y con una chulería impresionante. Hay que bajarle los humos con el destierro total.
En este momento de permanente tensión en las relaciones internacionales, el mundo necesita poder confiar en estos organismos internacionales. Son una necesidad para estos tiempos de absoluta incertidumbre. En este sentido, todos los instrumentos de la diplomacia que se puedan utilizar para disuadir son fundamentales para resolver la cascada de violencia que nos inunda por doquier. El caso de las armas nucleares contravienen todos los derechos naturales y humanos, porque pueden destruir la vida del planeta y al mismo planeta. Desde luego, las armas nucleares son incompatibles con la paz que auspiciamos para este siglo de ciencia y pensamiento. Por un lado tenemos que defender la seguridad y la paz, lejos de una psicosis bélica; por otro, hay que promover el desarrollo de los pueblos, sin tantas crispaciones y violencias. En síntesis, se requiere una verdadera conversión humana en el mundo, pero ésta ha de ser libre como el aire y limpia como los rayos en el amanecer del agua.
Considero que es preciso eliminar o al menos limitar al máximo, el riesgo de que organizaciones criminales y terroristas se rearmen, se doten de armas nucleares, como también es igualmente urgente que los propios Estados concuerden programas de desarme general. Para empezar, la carrera armamentística es una carrera a la desconfianza, a la locura más irracional. Con las operaciones militares poco o nada se puede resolver. Sin lugar a dudas, sería mucho más efectivo sustituir la inútil y costosa carrera de armamentos por un esfuerzo común para movilizar estos recursos hacia objetivos de desarrollo moral, cultural y económico, redefiniendo las prioridades y las escalas de valores, en busca de otro mundo más habitable por todos y para todos. Las cuestiones de inseguridad que padece el mundo, agravadas por el terrorismo que es necesario condenar firmemente, unido a la carrera de armamentos con efectos masivos, creo que deben tratarse con un enfoque global y clarividente a través de las organizaciones internacionales.
Los ensayos nucleares sirven para desarrollar armas cada vez más sofisticadas y peligrosas, que lo único que hacen es acrecentar la cultura de la guerra, siempre contraria a la paz. Ya es hora que la guerra deje de ser sombra humana y estado preventivo del ser humano. ¿Dónde están los avances de la humanidad? No tiene justificación alguna, pues, armarse hasta los dientes con la farsa de la seguridad y de la protección de los pueblos. Frente a la actual situación de inseguridad mundial sólo cabe un retorno a la buena fe de la persona y un ajuste de mentalidades a los valores de vida. Las instituciones y los líderes del mundo deben empeñarse y comprometerse hacia un mundo libre de escudos, defensas, armaduras, ingenios atómicos y otros artefactos que golpean sin discriminación y debilitan cualquier derecho humanitario internacional.
En este momento de guerras mundiales persistentes y continuas, en esta era nuclear de una ciencia temible para los huéspedes de esta vida, necesitamos sentirnos seguros. Parece un amor imposible. Hay quien dice que primero debemos descubrir la seguridad dentro de nosotros mismos. En cualquier caso, la seguridad de sentirnos vivos sigue siendo sobre la faz de la tierra la principal preocupación de sus moradores. Para unos la seguridad conlleva tener alimentos, agua, salud. Para otros es tener la garantía de que sus derechos humanos se van a respetar. En nuestro mundo globalizado, cada una de estas inseguridades nos afecta a todos. No tiene sentido armarse unos contra otros, porque los otros contra los unos somos todos. Mejor amarse, que la guerra vuelve estúpido al vencedor –como dijo Nietzsche- y rencoroso al vencido.
El bienestar de los moradores, la seguridad humana y su derecho a vivir en libertad y dignidad, creo que debe ser el verso primero, el poema que todos puedan llevarse a los labios. Por desgracia, la contradicción de los poderosos suele saltar a la vista: “Haced lo que yo digo, no lo que yo hago”. Los países más boyantes siguen en sus trece de desarrollar programas nucleares clandestinos, sin embargo se desentienden de esa otra población que muere de hambre. A mi manera de ver, para que la no proliferación nuclear se cumpla de manera efectiva, necesitamos otorgarles a los organismos internacionales que a todos nos representan nuevas potestades de diálogo, incentivos a ese diálogo y sanciones, sin miramientos, en casos extremos de seguir con el tifus nuclear.
Víctor Corcoba Herrero
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