Desde llamar inescrupulosos a quienes defienden el aborto, aún sea terapéutico, monseñor Nicolás de Jesús López Rodríguez ha advertido que la despenalización de la práctica no pasará en el Congreso. Como es así, no porque una mayoría de los congresistas se identifique con los argumentos de la Iglesia, sino por miedo al Cardenal, éste puede ahorrarse su vigilia y bajar la espada, pues no tendrá ninguna necesidad de usarla, al menos por ahora.
Ni los sectores más progresistas dentro del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) se atreverían a entrar en contradicción con su Eminencia Reverendísima, y menos por un tema de tan poco capital político. Con la oposición tanto de López Rodríguez como de la Iglesia, el aborto no sería aprobado aunque el Congreso estuviera controlado por Hipólito Mejía, a quien no le faltaría coraje, como demostró durante su gestión, sino por ser católico militante.
Si los opositores a la despenalización del aborto se movilizaron frente al Congreso fue para dar una demostración de fuerza, pues no había necesidad. Con el Cardenal al frente de una decisión que compromete al Gobierno se tiene de antemano la sartén por el mango. No se puede olvidar que el arzobispo metropolitano de Santo Domingo y esta Administración coinciden en muchos aspectos de la vida nacional, sobre todo si se refiere al pasado.
A muchos les hubiera gustado conocer la opinión del Cardenal del fallo sobre la quiebra de Baninter, la utilización de los recursos públicos para sonsacar opositores y todos los escándalos que han sacudido la nación, pero el purpurado, que no siempre habla a través de homilías, tal vez ha estado demasiado concentrado en la innecesaria vigilia contra la despenalización del aborto. Su cerrada oposición ha impedido incluso un debate sobre el problema de los embarazos. No es tronchar la vida de una criatura de lo que se trata, sino de circunstancias en que la interrupción del embarazo es la solución más adecuada.
A diferencia de muchas naciones desarrolladas, que han legitimado la interrupción voluntaria del embarazo durante los primeros tres meses de gestación, lo que se ha planteado por aquí es actualizar la legislación al respecto, legalizando los abortos en los casos de violación, malformación del feto o peligro para la salud de la madre. En modo alguno se trata de convertir la práctica en carnicería criminal, o en una licencia para matar. De lo que se trata es de un recurso extremo y traumático, al que habría que resignarse como un mal menor.
El Cardenal y quienes lo acompañan en la lucha saben bien que aún sin despenalizar el aborto no dejará de practicarse, como en efecto se ha hecho hasta hoy. Un obispo reconoció incluso que era un gran negocio. Despenalizarlo significa, simplemente, dejar que las mujeres que corren riesgos con un embarazo y quizás en casos de violaciones puedan interrumpir la gestación dentro de ciertas condiciones de seguridad. Peor es, como ocurre hoy, que tengan que hacerlo de manera clandestina, a veces en condiciones peligrosísimas. Todo el problema para abortar lo tienen las mujeres pobres. Las otras pueden hacerlo a discreción en centros privados y, en caso de ser necesario, hasta viajando al exterior.
Si monseñor López Rodríguez lo desea, puede exhibir como una victoria su lucha para impedir la despenalización del aborto. Porque la verdad sea dicha: no ha sido ni siquiera por miedo a la Iglesia, sino porque quienes ejercen el poder no se atreven a llevarle la contraria, aunque no comparten sus argumentos.