Así era Minguito, un cojo,
el único cojo lindo del lugar,
el cojo maravilloso como lo había bautizado mi padre,
y cojo de Lepanto como le llamaba su sobrino Oscar.
Por la admiración que le tenía mi padre
me encantó siempre ver caminar a Minguito,
o mejor dicho, trotar,
con aquel cuadre firme de lado
de quién se resiste a caer,
y su cojera como una danza arrítmica y pendenciera
que por el camino de Moquita, pródigo de piedras,
se había hecho eterna y real.
La cojera de Minguito,
pandeándose hacia la izquierda
y su revólver que le sostenía el pantalón del otro lado
con lo que se balanceaba
era toda una sensación en el pueblecito
-tenía su propia historia-
y a mí particularmente, el personaje me hacía olvidar,
me deleitaba y hasta enternecía,
mucho más que Rufino y sus pedos de sobaquera.
¡Ah, los pedos de sobaquera de Rufino,
cuando estaba de humor, qué graciosos eran!,
Pero Minguito era lo máximo,
a quien además de cojo, le decían “El crujiente”,
pues en su juventud
había sido un hombre de mucha acción y valor,
y posiblemente el mejor gallero de la comarca,
pero después de la muerte de su mujer
a quien quería entrañablemente
y por lo que no se volvió a casar,
como buen padre y mejor esposo
se dedicó a cuidar él mismo de sus hijos,
la mayoría pequeños.
Resignado a ese tipo de vida,
Minguito pareció cambiar
de hombre de aspecto nervioso y temible,
honrado y trabajador cual los eran
la mayoría de hombres de Moquita,
a una persona tranquila y apacible;
fuerte y débil a la vez por el gran amor
que sentía por sus hijos,
y que cuando se molestaba lo simulaba muy bien,
aunque las tripas le crujieran por dentro
terminando siempre en una letrina deshidratándose.
Por ello -y a mucha honra-,
se mandó a construir un retrete para él solo,
que nadie, ni siquiera sus hijos, podían usar,
ya que los ataques de sus intestinos eran frecuentes
y allí, en el lugar
donde los generales ven rajarse sus galones,
terminaba el gran Minguito Lapaz desahogándose
y a veces llorando recordando a su mujer Irene,
que siendo la niña bonita de su padre,
había abandonado a su familia
allá en Sabana de Los Jiménez,
para fugarse con él,
hasta que lograron casarse por la iglesia
y jurarse amor hasta la muerte.
Debido a las muertes de partos,
era Moquita el único lugar en la tierra
donde había más viudos que viudas.
Minguito era uno de tantos
a causa de la dolorosa partida de su mujer
que no pudo resistir los estremecimientos
de su último hijo Rafael,
nacido en una noche lluviosa de mayo
en la que hubo muchos relámpagos y mucho trueno.
Oscar –que siempre fue muy objetivo-
dice que Rafael, el último de los hijos de Minguito,
por el que murió de parto la madre,
era por sentimientos encontrados del padre,
la criatura más amada y odiada por una misma persona.
Por todo ello, en lugar de crujir,
Minguito rumiaba como un toro bravo en retiro,
llevando siempre en boca un palillo
para masticar las palabras,
un sombrero inclinado hacia uno de los lados
y un revólver Enriquillo terciado por debajo de la camisa,
el cual, la última vez que intentó utilizar,
se le encasquillo camino del lugar de donde era su mujer,
sintiendo el hombre tal frustración
que tomó el arma por la cacha
y la chocó con su otrora fuerza animal
contra el tronco de una mata de jabilla,
y luego estrelló varias veces sobre el suelo
hasta que se disparó
yendo la bala a impactarle su tobillo derecho,
el cual arruinó,
dejando al bueno de Minguito cojo para toda la vida
y apoyando su cuerpo sobre el otro pie.
Era una insistente cojera
que le hacía brincar a cada paso
y que sin embargo no le impedía correr ni montar.
Era cojo pero nadie más veloz
y no se sabía cómo un hombre
con el tobillo diestro prácticamente arruinado y adolorido
podía llegar tan rápido a su destino.
Su especialidad era de Moquita a Los puentes.
Salvo Tío Tolén, que como el alcalde al fin,
hijo del abuelo Quintino, era súper rápido,
nadie podía caerle atrás a Minguito.
Y sólo tomando un atajo por la finca de Los Balcácer
podía seguírsele y si acaso alcanzársele,
nunca tomársele la delantera.
Minguito se daba el lujo, incluso, de dar gabelas.
“Ahí va Minguito”, decían
y al rato estaba el cojo
poniendo su pie izquierdo en La carretera,
con su otro pie detrás dando brinquitos,
porque nunca arrastraba.
¡Ah, Minguito que hoy me es grato recordar!
Tomado de Moca Viejo (El libro de las leyendas)