Las mujeres afganas, cerca del 60 por ciento de la población, se han visto despojadas del acceso a los servicios públicos, de la ayuda para el desarrollo e incluso de la posibilidad de protegerse o denunciar a sus agresores.
La violencia a manos de un familiar o un allegado a su entorno constituyen un mal endémico en el país islámico y, por si fuera poco, la guerra y la extrema pobreza han agudizado la ya crítica situación.
Entre otros factores políticos, económicos y sociales, la propia guerra ha hecho que en la nación centro asiática exista una de las mayores concentraciones de hogares encabezados por mujeres en todo el mundo.
El 85 por ciento de la población vive de la agricultura y justamente las mujeres han desempeñado una importante función en la subsistencia del país, la cría de los animales, la producción de lácteos, cereales y la atención a las aves de corral.
Aunque la mayoría son analfabetas, cuentan con conocimientos específicos de veterinaria que las ayudan a mantener sanos a sus animales y a proteger los ingresos y alimentación de sus familias.
En 1996, las féminas afganas se sumieron en un oscuro período cuando asumió el poder el gobierno Talibán (plural pashtún de la palabra árabe talib, que significa estudiante), estudiantes del Corán.
Los Talibán impusieron a las mujeres restricciones que abarcaron todas las esferas de sus vidas a partir de la interpretación del Islam.
Para evitar que la belleza femenina tentara a los hombres, ellas se vieron obligadas a usar el burka, ropa tradicional empleada en algunos países musulmanes, pero en Afganistán adquirió características especiales.
Este tipo de prenda cubre los ojos con un velo tupido que impide ver normalmente, pues el enmallado que la compone limita la visión lateral y hace perder la ubicación espacial.
A las mujeres afganas tampoco se les permitió trabajar, salir a la calle sin ser acompañadas por un pariente masculino, conversar con hombres que no fueran familiares, debían usar zapatos silenciosos para no ser oídas y sentarse por separado si tomaban un ómnibus.
Sus hogares debían tener las ventanas pintadas para no ser vistas por los transeúntes; en la casa, para atender a un amigo o conversar, se tenían que ocultar detrás de una cortina pesada, la cual permitía oír, pero no ver. Todo ello sin contar que los hombres decidían sobre sus vidas.
Cualquier infracción en cada uno de los casos podía ser duramente penada por la flamante policía religiosa o por una multitud con derecho a apedrear o golpear a una mujer al grado de causarle la muerte.
Las féminas eran castigadas, muchas veces, por haber expuesto de manera accidental unos centímetros de su carne o por haber ofendido a los hombres de la manera más insignificante.
Durante este período, también fueron cerradas las escuelas de niñas y se expulsó tanto a alumnas como maestras de los colegios mixtos porque la ley les prohibía ganarse la vida fuera del hogar.
Igual suerte corrieron abogadas, artistas, escritoras y demás profesionales.
Incluso a las doctoras se les prohibió trabajar, a sabiendas de que sólo los médicos varones podían ejercer en los hospitales, aunque no tenían derecho ni a atender ni a operar a ninguna mujer.
Al ser recluidas en sus hogares, aun contando con sus profesiones, la mayor parte se moría de hambre o acababa como mendiga por no contar con maridos o parientes hombres y tener que alimentar a sus hijos.
En octubre de 2001, Estados Unidos invadió Afganistán bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo y de capturar al saudita Osama bin Laden, a quien responsabilizaron con los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington.
Se prometió construir una nación en la que se garantizara a las mujeres sus derechos, pero la realidad después de casi siete años habla por sí sola.
Las mujeres afganas siguen arrastrando su propio calvario: padecen hambre, carecen de escuelas para sus hijos, de médicos y hasta de agua, sus hombres mueren en un conflicto cuyo fin aún no se vislumbra.
El panorama no es muy halagüeño; en una tierra que en algún momento fue próspera, impera ahora el caos y la falta de seguridad.
Los programas implementados por el gobierno, las agencias internacionales y las organizaciones no gubernamentales para ayudar a la población son insuficientes, al igual que la prometida ayuda internacional para la reconstrucción del país.
En sentido general, han fracasado los proyectos para crear oportunidades económicas, apoyar la educación de niñas y mujeres, facilitar el acceso a la atención médica y aumentar la participación de las féminas en la política y en la sociedad civil.
Apenas se ha avanzado en el camino de la paz y las mujeres continúan abandonadas a su suerte como muestra palpable de que la violencia sólo genera más violencia, odio y dolor.
En medio de esa asfixiante atmósfera, decenas de afganas levantan sus voces no sólo para reclamar cambios de los códigos culturales, sino también para exigir la paz.
Esta minoría ha llevado a cabo acciones en lo social, político y económico, y trata de involucrar a un mayor número de mujeres en este empeño con movilizaciones por todo el territorio afgano.
Algunas ya empezaron a asistir a la escuela, a sus trabajos, a ir de compras sin la compañía de los hombres y aspiran a que se reconozca su participación en la vida política.
Más allá de las fronteras nacionales, étnicas o religiosas, es igualmente imprescindible que las mujeres estén representadas en cualquier mesa de negociación para la conservación de sus derechos.
En Afganistán, la eliminación del burka, la posibilidad de que las mujeres asistan a la escuela o regresen a sus puestos de trabajo, como maestras, médicas y funcionarias del gobierno, es apenas una pequeña parte de la lucha por restaurar la normalidad.