Excéntrico e impresionante en medio de la Colonia Roma, el edificio tiene una torreta aguda en el frente y sus ventanas son como almenas de un viejo castillete medieval o gótico. La piedra roja le da un aire aún más especial a ese tejido de líneas algo mozárabes que se entrecruzan en la esquina de una plaza que es como un oasis en medio de los ajetreos y el ruido interminable de la urbe, cuyas avenidas y ejes pasan amenazantes no lejos de ahí.
Todo a su alrededor está cargado de historia: calles y más calles de un barrio señorial construido hacia el fin del porfiriato por mentes que soñaban con reproducir en el Nuevo Mundo los aires de París y de las capitales europeas de éste, como Praga o Budapest.
Todo un siglo de historia literaria tuvo que fraguarse cerca de esta construcción quimérica, que vieron los poetas modernistas y los contemporáneos en esos viejos años 30 y 40, cuando el mundo era otro antes de la guerra; ya fuera en los apartamentos modernos o en las masiones de aristocracia que se venían abajo, como ocurre en esa maravillosa historia crepuscular: "Agua Quemada", escrita por el gran mexicano Carlos Fuentes.
Esta casa de estilo arquitectónico semejante al de las residencias holandesas, influencia del art novo enriquece, no solo la ciudad con su singular y vistosa fachada, sino también por los enigmáticos sucesos que se rumora que en ella acontecen.
Por las calles adyacentes pasaban los emigrados españoles del recién fundado Colegio de México; desfilaban los exiliados judíos, rusos, latinoamericanos, norteamericanos que alguna vez coincidieron en ese panal de imágenes y personalidades.
William Bouroughs tuvo que cruzar con sus amigos antes de que disparara a la manzana mítica que su esposa sostenía en medio de la testuz; López Velarde, mucho antes, tuvo que haberse detenido antes de cruzar hacia la avenida Álvaro Obregón, añorando tal vez su lejana provincia o una amada imposible.
Y antes de ellos, en el albor del siglo, cuando los hombres andaban con bastón, bombín y zapatos de charol (como Charles Chaplin) ¿cuántos habrán sido los iluminados que vieron su aguda torre central esgrimirse como un cuento de hadas en medio de una ciudad que apenas se extendía sobre la planicie y era cubierta cada tarde por un sol de colores magenta y anaranjado?
Quienes hemos vivido en ese edificio sabemos muy bien la carga artística y literaria que lo estremece en cada mañana o en cada atardecer. Sabemos de la lluvia cayendo interminable, o la paz de los ancianos y las madres que arrullan a sus bebés mientras las palomas caminan y acechan entre el óvalo de la plaza.
Refugio de hombres de letras como Sergio Pitol, Guillermo Fernandez, Carlos Fuentes, Vicente Quirarte, Mario del Valle, Eduardo Vázquez y otros más jóvenes; la Casa de las Brujas albergaba en la azotea los vestigios abandonados de la librería de Castrovido y miles de papeles, cartas, revistas de poetas o ensayistas habitantes de paso y amantes del piano o el color.
¿Quién no ha soñado vivir en alguno de esos apartamentos que traen la nostalgia de los tiempos art deco y del albor de una modernidad que ya ha quedado en el pasado?
Los afortunados que como yo alguna vez fuimos sus habitantes sabemos que quienes viven hoy allí conservan la llama de cierta estética disimétrica en medio de una de las ciudades más ricas, terribles, asfixiantes y fascinantes del mundo, porque en su seno conviven milenios de historia, progreso, pasado y destrucción.