SANTO DOMINGO.- El aumento incontrolable de la delincuencia en la República Dominicana tiene mucho que ver con el diagnóstico equivocado que ha hecho el Gobierno sobre el problema. Las principales autoridades del país parecen estar convencidas de que la delincuencia es un problema global, y en el mejor de los casos, de percepción.
El señor Eduardo Gamarra, quien diseñó el Plan de Seguridad Democrática y es asesor de relaciones públicas del presidente Leonel Fernández, dijo recientemente en un taller organizado por las autoridades, que la República Dominicana es uno de los países con menor índice de criminalidad en América Latina.
Esa valoración del problema podría explicar la razón por la que el Gobierno del presidente Fernández no ha asumido el tema de la seguridad ciudadana como una real prioridad de su administración, limitándose a enunciar unas que otras medidas muy coyunturales y generalmente cosméticas, como el llamado “Barrio Seguro”, la compra de motocicletas Harley Davidson, el cierre de negocios en horas de la noche, y ahora la compra de equipos por más de más de 120 millones de pesos para bloquear el uso de celulares en las cárceles.
Sin embargo, la Policía Nacional sigue afrontando las mismas precariedades de siempre, sin el equipamiento apropiado para enfrentar la creciente delincuencia y con unos niveles salariales que colocan a sus oficiales y alistados en la dura disyuntiva de vivir en la absoluta miseria o recurrir a la extorsión y al soborno.
Un reciente reportaje de televisión mostró un panorama verdadera mente desastroso de las condiciones en que se encuentran los destacamentos policiales del país, muchos de ellos cayéndose a pedazos.
Pero se sabe que más del 50 por ciento de los miembros de la Policía Nacional se dedican a funciones que no tienen nada que ver con sus atribuciones oficiales, evidentemente compelidos por la necesidad de completar el salario vital que no le paga la institución. Y eso debería saberlo el propio Presidente de la República.
Sorprende que los asesores y los estrategas de seguridad no hayan logrado sensibilizar al Gobierno sobre la necesidad de reforzar la capacidad profesional y logística de la Policía como primer paso obligado para optimizar la estrategia del Estado contra el crimen y la delincuencia.
Si el alcalde Rudolph Guilliani hubiera partido del mismo diagnóstico y de la misma receta de nuestras autoridades, probablemente Nueva York seguiría siendo la ciudad más insegura y violenta del mundo. Y todo sabemos que ya no lo es.