La República Dominicana era -hasta hace pocos años-, un paraíso en materia de seguridad ciudadana, pero, en pocos años, ha devenido en un país peligroso para todos sus ciudadanos. La delincuencia en sus modalidades de robos y asaltos se han convertido en el pan nuestro de cada día. No existe sector social que haya escapado a tal afrenta. Los vecinos no saben qué hacer, unas veces toman la justicia en sus manos, en otras reclaman a las autoridades, en otras se atrincheran en sus casas o las convierten en cárceles con poderosas verjas, cámaras, vigilancia, etc.
Si alguien preguntara ¿Qué nos ha pasado? De seguro que las respuestas serían diversas, los del gobierno dirían que se trata de una errada percepción sobre la realidad; la oposición dirá que el gobierno no asume su rol de garantizar seguridad a los ciudadanos; los ciudadanos dirán que nos encontramos en un estado de inoperancia policial, etc. Si la pregunta es realizada a abogados tradicionales estos dirán que la culpa es del Código Procesal Penal, pues desde que se anunció su puesta en vigencia, muchos observadores dijeron que daría los resultados que hoy vive la nación; en cambio, si la pregunta se hace a los nuevos abogados penalistas, éstos dirán que el NCPP, es lo mejor que ha podido pasarle a la justicia criminal, pues estos apologistas han sido los beneficiarios directos del nuevo proceso logrando desplazar a competidores tradicionales de la materia.
El problema radica en que ninguna de estas respuestas al problema, lo resuelven. Así vemos que la situación en lugar de mejorar empeora. A nuestro juicio el punto crítico del problema lo constituye el cambio de paradigma operado, es decir, el rol de perseguidor del delito que tradicionalmente descansaba en la policía ha sido trasvasado al Ministerio Público, pero el Ministerio público no acaba de asumir su rol por encontrarse atado a decisiones políticas. El Ministerio público, es decir el Fiscal, es ahora quien debe investigar, pero más que investigar, el nuevo sistema le obliga a prevenir el delito y es ahí donde está fallando, pues ha limitado sus acciones a políticas carcelarias, es decir, a la observación de la conducta de los ya recluidos o internos en centros penitenciarios para hacer relaciones públicas. Este es un error garrafal no porque los internos o condenados no merezcan la atención del Ministerio Público sino porque las funciones de la Administración de la justicia penal van más allá.
Una política criminal que persiga y prevenga el delito es lo que requiere la sociedad y mandan la ley y la Constitución, pues el Director de Prisiones puede perfectamente encargarse de los internos. Sin embargo, el protagonismo, el jefismo motivado en el hecho cierto de que se ha puesto en marcha un amplio plan de reforma penitenciaria que incluye construcciones y un nuevo enfoque del tema, hacen que el Procurador General junto al Consejo de Procuradores, hayan descuidados sus funciones de prevención y de investigación para ocupar su tiempo en inauguraciones y visitas al Nuevo Modelo penitenciario. Ahí radica el problema.
Los delincuentes son aquí bien conocidos, en cada barrio, en cada ensanche, en cada pueblo, en cada campo, se sabe quienes llevan una vida honrada y quiénes no. Como también se sabe quienes actúan en contubernio con los antisociales y protegen a los delincuentes. Estos días han sido ricos en detalles de cómo opera la delincuencia al interior mismo de los órganos encargados de la protección ciudadana.
Pero al margen de la operatividad del problema y de sus actores, está la postura de los grupos facticos de poder. Así, la clase política, que se caracteriza por su gran apego a la corrupción junto con los corruptores del sector privado, son permisivos con la delincuencia porque es la manera en que pueden legitimar su asalto al erario, su latrocinio. Este es el otro eje temático del asunto. Este es el más difícil de corregir en razón de que el Ministerio Público guarda por ley una dependencia servil respecto al mundo político, así todo asunto trascendente espera no una investigación, no una corrección, no un encausamiento judicial sino la opinión política del superior, del jefe político. Si la decisión política fuese conforme a derecho, nada malo habría en ello, pero resulta que no, resulta que la decisión política siempre anda lejos del plano institucional y del legal, otras lecturas determinan la decisión a tomar.
Otro tanto, ocurre con los delincuentes de cuello blanco, estos, pertenecientes a la denominada rancia oligarquía nacional e internacional, no son tocados y si lo son ocurre un terremoto que se lleva consigo al investigador, es decir, al Ministerio Público, entonces la natural propensión a la conservación ocasiona la inercia de ese cuerpo. Desde esta perspectiva ciertamente el problema ni está en los actores ni está en el Código sino en los centros de toma de decisiones políticas.
Así, cuando se magnifica la potencia técnica del crimen organizado, no se hace sino encubrir a los reales delincuentes. Este es otro punto central del tema, pero además, este es el que ocasiona otro trauma no menos lesivo a la seguridad ciudadana consistente en que el Ministerio Público no actúa más que cuando recibe instrucciones expresas, o bien cuando un escándalo mayúsculo lo obliga a ello. Pero luego ocurre que andamos de escándalo en escándalo, Así, un escándalo sustituye al anterior y así sucesivamente.
Esto lleva a la última desconsideración a la seguridad ciudadana, es que tomando en cuenta lo anterior, muchos actores del sistema, entiéndase no solo fiscales sino también jueces, policías y abogados, haciendo empleo de tesis suramericanas tipifican el castigo al hecho ilícito como un asunto de clase, es decir, como un golpeo sistemático a los pobres y una licencia cuasi absoluta para los potentados. Como puede observarse, la democracia supone igualdad ante la ley, ante la justicia, en las instancias políticas y sociales e incluso en el plano cultural, cuando no ocurre así la democracia es una estafa y contra toda estafa existe la propensión humana a la rebelión, por tanto, los centros de toma de decisiones políticas tienen la última palabra respecto a la Seguridad ciudadana. Es un asunto de qué valores pretende vender quien tiene en sus manos la decisión a tomar. DLH-16-10-2011
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