Yo me inicié en una redacción de un periódico pequeño, en la que los periodistas nos tropezábamos, y uno escuchaba la respiración del otro. La lectura era cotidiana y cuasi obligatoria y el software de uno era su propio cerebro.
Uno debía de cargar el dato en la cabeza para corresponder a las exigencias cotidianas del ejercicio, para aportar su contexto, o si no exponerse a tener que escarbar archivos de papeles para obtenerlo. Era obligatoria la lectura de los periódicos, leer en detalle la noticia, en particular de la fuente bajo responsabilidad, antes de entrar en la faena diaria. Estar enterado de los últimos acontecimientos era un deber. Conocer a las protagonistas y líderes políticos y de opinión pública una obligación. Cuando faltaba el archivo, el periodista experimentado cercano a uno suplía con el dato histórico y el conocimiento puntual.
Las herramientas de trabajo eran papel y lápiz, luego se sumo la grabadora, y a la hora de redactar la vital maquinilla de escribir. Cuando uno salía de la universidad, donde había aprendido enfoques académicos del ejercicio del periodismo, y llegaba a la redacción, entonces venía el aprendizaje edificador.
Debes de tratar de recordar la pregunta si no quiere olvidar la respuesta, esto por si el grabador te falla. Siempre toma notas de las ideas y hechos fundamentales, eran las recomendaciones de los más sabios en el oficio.
La redacción análoga era más colectiva y coloquial, forzaba a un ejercicio más intelectual e interactivo, y la preparación profesional,propiciaba la confrontación de ideas y de enfoques. La de experiencia del periodista era más valorada.
Esas prácticas que daba arraigo intelectual al ejercicio del periodismo, comenzaron a ser disueltas paulatinamente en
la medida en que la tecnología fue suplantando el ejercicio colectivo de la redacción de los diarios, impactando en el esfuerzo intelectual a que cada redactor estaba compelido.
Para la producción del contenido periodístico de un medio era casi obligatoria la presencia del reportero en la redacción. Cuando me inicié en el ejercicio del periodismo, el imperativo era andar detrás de la noticia. Había un lector ansioso que esperaba en la mañana o en la tarde el diario que le traía los últimos hechos que ocurrieron ayer o en la mañana. Con el esquema análogo, como le llamo, la noticia llegaba al lector con retraso.
Contar la historia, por lo tanto exigía un mayor esfuerzo creativo, obligaba a proporcionar el menor de los detalles. Había que narrar la historia del hecho para que el lector sintiera qué estaba en el lugar. El periodista sobresalía por el fuste narrativo, y adquiría nombradía por la manera de contar cada historia, el respeto se ganaba en la redacción y en la calle.
No me atrevo a decir que esas particularidades han desaparecido todas del ejercicio periodístico, pero sí que han sido transformadas, en muchos casos con consecuencias negativas para la profesionalidad del periodista.
El ordenador o computadora, posteriormente con internet incluido, pasó a ser el auxiliar básico del periodista.
De repente, el dato y el conocimiento que era posible obtener mediante una lectura rigurosa y la interacción del personal de una redacción, pasó a estar concentrado en un solo artefacto, el ordenador o computadora, conectada a la web donde aparecen informaciones infinitas.
La tecnología ha impactado no solo el periodismo, sino la forma de ejercerlo, generando frustraciones a uno, y nuevos optimismo a otro. Me encuentro entre estos últimos.