En agosto del año 2000, el autor de estas
líneas, bajo recomendación del doctor Guido Gómez Mazara, fue honrado por el
presidente Hipólito Mejía con la designación de subconsultor jurídico del Poder Ejecutivo,
y en el ejercicio de esta función, que se extendió a lo largo de todo el
cuatrienio constitucional, tuvo la oportunidad de ser testigo de excepción de
incidencias cuyas verdaderas connotaciones, en virtud de las consabidas
“razones de Estado”, las más de las veces quedaron encerradas entre las paredes
del Palacio Nacional.
Aunque había participado activamente en la
campaña electoral del año 2000 apoyando al PRD, no me contaba entre los
integrantes originales del sector del presidente Mejía, y esta circunstancia
determinó que en principio mis contactos con este último fueran más bien
esporádicos y a través del doctor Gómez Mazara, razón por la cual, como la gran
mayoría de los dominicanos, en esencia sólo conocía al gobernante recién electo
por sus declaraciones públicas y, desde luego, por la nombradía de honestidad, pragmatismo
y eficiencia que lo había acompañado durante años.
El día en que fui formalmente instalado en
mi despacho palaciego (que era el mismo que había ocupado una prestante dama
peledeísta) resulté impactado por un hallazgo inusitado e impensable para mi
condición de funcionario novici en una de las gavetas de mi escritorio había
dos teléfonos celulares, el estado de cuenta de una tarjeta de crédito, una
libreta para recibir combustible gratuitamente y sin limitaciones, y la carpeta
de menú del restaurante de uno de los grandes hoteles de la capital.
Obviamente, de inmediato di cuenta al
doctor Gómez Mazara sobre el “descubrimiento” de ese inaudito “instrumental” de
trabajo, y su respuesta, luego de expresar a viva voz su estupefacción por el
mismo, fue cortés pero franca y cortante: “Devuélvelo todo por oficio a la Secretaría
Administrativa de la Presidencia porque nosotros, por instrucciones del
presidente, no vamos a usar nada de eso”. Esta fue la primera “orden” que
recibí, si bien indirectamente, del nuevo jefe de Estado.
La
segunda “orden” que me llegó del presidente Mejía se refirió al transporte de
los funcionarios del palacio, y fue a propósito de que le habíamos comentado al
doctor Gómez Mazara que los nuevos incumbentes de la Consultoría Jurídica del
Poder Ejecutivo estábamos “prácticamente a pie” y en el departamento
correspondiente de la mansión ejecutiva sólo había chatarras: vehículos de
reciente adquisición y de alto consumo (algunos con sólo un año de uso) que
habían sido destruidos prematuramente.
Con
respeto a ese tema, la “línea” que “bajó” de la oficina presidencial no sólo
nos pareció injusta sino también increíble: “Dice el presidente -nos informó el
doctor Gómez Mazara- que él se mueve en su vehículo personal, y que nosotros
tenemos que hacer lo mismo, pues no gastará los cuartos del Estado comprando
carros para los funcionarios”. Todo el que me conoce sabe que esa disposición
se cumplió al pie de la letra: en los primeros dos años de administración mi
medio de transporte fue un Toyota Corolla de 1997, que cambié en el año 2002 (por
cierto, financiando una parte de su valor) por un Toyota Camry de 1998.
En los cuatros años que permanecí en la
Consultoría Jurídica del Poder Ejecutivo hube de manejar, como ya he insinuado,
una multiplicidad de “expedientes delicados” y “asuntos de Estado”, muchos de
los cuales provenían directamente del despacho presidencial, y puedo afirmar
categóricamente (e incluso jurarlo por mi honor y ante mi conciencia) que jamás
recibí un mandato, una nota, un mensaje o una llamada telefónica del presidente
Mejía para darme instrucciones que constituyeran violaciones a la ley o que simplemente
involucraran faltas a la moral pública o a la ética personal.
Muy por el contrari puedo dar fe de que
las ordenes, las notas, los mensajes y las llamadas telefónicas que recibí del
presidente Mejía se refirieron siempre a proyectos o temas del más alto interés
nacional (la documentación legal de una carretera, un proyecto agropecuario, un
hospital, una escuela, un puente o cualquier obra pública de prioridad social
incontestable), y de que cada vez que se presentaba algún “asunto” apremiado
por alguien vinculado con él por la amistad (y no fueron pocos) su disposición
invariablemente era la misma: “Ese señor es amigo mío y tiene un proyecto bueno
para el país. Ayúdelo, licenciado, pero siempre cumpliendo con la ley y
haciendo las cosas como Dios manda”.
Entre los muchos casos que se manejaron
desde mi oficina, nunca olvidaré uno que dio lugar a un incidente con cierto
empresario de Santiago que le había solicitado al Poder Ejecutivo la
exoneración del pago de aranceles de una “materia prima”, petición que debió
ser vetada en la Consultoría Jurídica debido a que era violatoria del Código
Arancelario e implicaba una pérdida para el Estado de decenas millones de pesos.
Ante
ni negativa a dar una opinión favorable a sus deseos, el citado empresario me
llamó por teléfono para, en tono amenazante, “advertirme” de que se quejaría
ante su “amigo” el presidente Mejía para “ver quien es que manda: usted o él”.
Indignado, rechacé vigorosamente el intento de intimidación, y puse en conocimiento
del doctor Gómez Mazara el desagradable incidente. De inmediato, éste me
condujo ante el mandatario para que le explicara lo que había ocurrido. Luego
de escucharme, el presidente Mejía dij “No importa que sea amigo mío, o que
sea un ´jodido´ o un ´jorocón´… Si es ilegal, es ilegal… No se preocupe,
licenciado. Si él viene donde mí, yo mismo le digo que eso no se puede, y punto”…
Lo curioso de este caso es que varios meses después, el empresario de marras
apareció en la prensa organizando una cena de apoyo al entonces ex presidente
Leonel Fernández.
En honor a la verdad histórica, debo
reiterar que durante mi estadía en la Consultoría Jurídica del Poder Ejecutivo las
únicas “presiones” que recibí del presidente Mejía (incluyendo sorpresivas llamadas
telefónicas personales) estuvieron destinadas a agilizar el expediente de
alguna obra de impacto social o comunitario, y los apremios siempre eran firmes
pero de talante paternalista: “Resuelva eso rápido, licenciado, que esa gente no
puede esperar tanto tiempo y nada mas cuenta conmigo, y es ahora que quiero
hacerlo, no es para el año que viene”.
Igualmente, me es dable dar testimonio (seleccionando
cualquiera de los recuerdos que se acumulan en mi memoria sobre las actuaciones
del presidente Mejía) de su sentido de la responsabilidad, su dedicación y sus
preocupaciones cada vez que tenía que adoptar una medida que golpearía a los más
desposeídos del país. En estos casos (y es la elemental verdad detrás de su
imagen pública, la real o la inventada) siempre estábamos ante un hombre de
Estado de altos quilates: sin abandonar su estilo de hablar directo y
espontáneo, asumía la defensa del pueblo llano, instaba a hacer lo correcto y
procuraba soluciones de interés nacional.
Por ejemplo, mientras vida tenga jamás se
marchará de mi memoria el día en que fui testigo ocasional, en uno de los
salones del Palacio Nacional, de sus lapidarias expresiones cuando se estaba
discutiendo una de las reformas fiscales que se hicieron durante su gestión:
“Yo se que la reforma es necesaria, y la vamos a hacer, pero yo no voy a firmar
nada hasta que ustedes no me digan (dirigiéndose a los miembros presentes del
equipo económico del gobierno) cómo vamos a amortiguar el golpe a los pobres
porque ellos nada mas me tienen a mi para defenderlos”.
De similar modo, tuve la oportunidad de
participar en algunas de las múltiples y maratónicas reuniones que se
produjeron en la casa de gobierno a propósito de la crisis bancaria del año
2003, y puedo reiterar mi absoluto convencimiento, como lo he dicho en otros
artículos de opinión, de que el presidente Mejìa no sólo hizo lo correcto en esos
instantes perentorios de la vida económica nacional (como lo habrían de
confirmar más adelante todos los organismos financieros internacionales, sin
excepción) sino que, al mismo tiempo, en todo momento se comportó como un
verdadero repúblic
con verticalidad, diligencia, sensatez y responsabilidad.
Ese
fue, insisto, el Hipólito Mejìa que yo conocí.
Y, por eso, ahora que el destino lo ha
puesto nuevamente en el camino del retorno al Palacio Nacional, me ha parecido
conveniente, ante las canalladas puestas a circular nuevamente contra él por ciertos
mitómanos y calumniadores pagados que pululan en determinados medios de
comunicación del país, ofrecer públicamente estos humildísimos testimonios
acerca de su irreductible honestidad personal, su proactiva eficiencia como
jefe, su naturaleza como ser humano de honda sensibilidad social y, en fin, su
definido carácter de estadista consumado.
(*)
El autor es abogado y profesor universitario