La Habana (PL) Clarice B. huyó de Haití la noche en que fue violada por
segunda vez. Tenía 16 años, una herida abierta en el rostro y un niño de
meses colgado a sus pechos, fláccidos y sin leche, secos de tantos días
de hambre.
La luna, nubes, árboles, ríos: vagó sin rumbo cierto entre calles
desoladas y barrios miserias de Puerto Príncipe, tropezando entre los
charcos y las dudas del futuro incierto.
Atrás quedaba el Campo de Marte, la vieja plaza convertida en reducto de
tiendas sin esperanza para quienes perdieron sus casas y lo poco que
tenían con el terremoto del 12 de enero de 2010.
En las carpas azules con las siglas de la ONU, la gente dormía.
De noche y a la luz de la luna, aquellas tiendas apagadas y
aparentemente silenciosas revelaban todo el horror, el desamparo, la
verdadera naturaleza de tragedia humana de aquel sitio.
Ese día, Clarice, que todavía intentaba amamantar a su hijo, solo había
comido, en la mañana, unas galletas de tierra, el matahambre habitual de
tantos hambreados haitianos, hechas a base de lodo sazonado con
pimienta y ajíes, extraído de las colinas de Hinche.
Pero mientras huía, sus tripas vacías ya no se quejaban en rumores
sordos, solo un pensamiento la movía: la ilusión de que al otro lado, la
esperaba una nueva vida.
Corrió hasta el borde del amanecer, sin saber de dónde salían sus
fuerzas, pero cuando llegó a Mal Paso, la frontera con República
Dominicana, una nata azulada cubrió sus ojos, la respiración se hizo
pesada, un sudor cortante le heló la piel, como un baño de escarchas y
entonces se desmayó, hasta pasada la media tarde.
Cuando despertó, se palpó la cara: había dejado de sangrar. Casi por
instinto, se agarró el pecho, como quien busca algo. Lo recordó todo.
Diez meses y 25 días después, contaría que solo entonces pudo echarse a llorar. El niño ya no estaba.
TOMA DE POSESIONES
En la madrugada del 14 de mayo de 2011, unos golpes apurados resonaron
en la pequeña casa que ocupa la KOFAVIV (siglas que en creole significan
Comisión de Mujeres Víctimas por las Víctimas, una red de ayuda, una
especie de masonería entre hermanas del mismo horror), ubicada en una
calleja sinuosa, perdida en la capital haitiana.
Desde 2004, cuando Marie Eramithe Delva y Malya Villard-Appolon fundaron
ese grupo para auxiliar a mujeres abusadas en Haití (el único país del
hemisferio donde la violación no constituyó un delito hasta 2005), era
frecuente que la puerta sonara a cualquier hora, principalmente de
noche.
Y más después del sismo, cuando, según la Organización de las Naciones
Unidas para los Refugiados (ACNUR), los abusos sexuales aumentaron de
forma alarmante y se convirtieron en el pan nuestro de miles de niñas,
adultas y ancianas en los más de 600 campos para refugiados.
Las mujeres, que representan 52 por ciento de la población, son
ultrajadas por hombres solos o en grupo, quienes generalmente utilizan
armas, bastones o ramas para penetrarlas después de satisfacer sus
deseos.
El médico cubano Abel Vilaú atendió a decenas de ellas durante su misión
en Haití. Nunca olvida la noche en que llegó una niña de apenas cinco
años sangrando, con una hemorragia interna. Dice que fue una de las
experiencias más dolorosas de su vida.
Pero tragedias como esas son tan comunes allí que nadie se extrañó, en
la casa de la calle sinuosa de Puerto Príncipe, cuando sonó la puerta
esa madrugada.
Bien sabía Malya Villard-Appolon lo que la esperaba cada vez que abría:
la imagen de ella misma, unos años antes, repetida del otro lado de la
puerta: el rostro indefinible del dolor, el clamor sordo y ciego de una
mujer violada.
Pero qué sorpresa se llevaría: del otro lado no había otra víctima -o
tal vez ha de decirse: no había otra mujer, una más de las casi cuatro
mil llegadas allí tras ser ultrajadas con la esperanza de encontrar
apoyo o promesas de justicia, de ser algo más que un número, una cifra
de escándalo para la prensa roja.
Con una camisa clerygman a medio abotonar, el cabello canoso despeinado
por el sueño y un bulto entre las manos, el padre Renathe Batiste, un
sacerdote saleciano, la miraba como si hubiera sobrevivido a la apertura
del último sello del Apocalipsis.
-Prÿt?… ou! Padre… Âíusted!-saludó Malya, con las formas de la sorpresa, en creole.
-Disculpe que la haya despertado, pero no sabía qué hacer. Lo dejaron en la puerta de la parroquia.
Estaba completamente desnudo, el padre Batiste lo envolvió en una sábana
cuando lo despertó el llanto y abrió la puerta de la pequeña iglesia
donde oficia desde hace tres años.
Debe tener unos dos meses, o tal vez mucho más, cuenta Malya que pensó ("nunca se sabe, aquí hay muchos niños desnutridos").
De hecho, más de 60 por ciento de los recién nacidos en Haití tienen
anemia, como sus madres, y miles de ellos sufren desnutrición crónica
durante los primeros meses de vida, un boleto seguro para futuros daños
en su desarrollo.
Malya mandó al cura a pasar, "para revisar la criatura entre los dos, a la luz". Cerraron la puerta.
Era el 14 de mayo de 2011, un tráfago inusual de personas recorrían
apurados y con banderas las calles de Puerto Príncipe: asistían al
amanecer de una nueva esperanza con la toma de posesión de Michel
Martelly.
Frente a las ruinas del Palacio Presidencial, decenas de vallas con el
rostro sonriente del nuevo gobernante ocultaban el Campo de Marte.
PRIMER ENCUENTRO
Cuando Malya Villard-Appolon despidió a Clarice B. en la puerta de la
KOFAVIV, con su hijo a cuestas y una pequeña bolsa con pañales, unos
pomos de vitaminas, un par de sábanas y 50 dólares, recordó aquella
madrugada de marzo de 2010 en que la vio llegar allí.
"Era una niña, una niña de 15 años", dice, "la trajo una señora que
trabaja con nosotros, alguien le avisó de lo que había pasado y la trajo
aquí".
Clarice vivía en el Campo de Marte desde enero de 2010, cuando el sismo
se tragó su casa en el barrio de Carrefour Feuille y le robó su familia y
todo lo que tenía.
Compartía la tienda de lona azul con otras cinco personas (eran seis en
un lugar donde vivirían apretados tres), que con el tiempo, se
convirtieron en su único lazo con el mundo.
Fue una de ellas, de hecho, quien dio el alarido de aviso cuando la encontró en el suelo, violada, por primera vez.
En ese campamento, donde viven más de cinco mil personas en carpas
hacinadas, nadie escuchó sus gritos, nadie la oyó cuando pedía auxilio.
Malya y su equipo de mujeres la acompañaron a la policía para la declaración. Luego de regreso, la llevaron al hospital.
Unos análisis, pocos meses después, confirmaron que Clarice no tenía
sida. Una verdadera suerte en un país donde 200 mil personas padecen esa
enfermedad y 60 por ciento de ellas son mujeres; un país donde el VIH
es la principal causa de muerte y ha dejado más de 25 mil niños
huérfanos.
Sin embargo, cuando Malya le leyó los resultados de los exámenes
(Clarice es analfabeta, como 60 por ciento de las mujeres haitianas), la
muchacha se desmayó.
Confirmó una duda que con el tiempo era ya casi una certeza: estaba
embarazada; tendría un hijo de uno de esos hombres que la había violado.
Ella decidió dar a luz. La elección, por inusitada, no deja de ser común
en Haití, donde el número de embarazos se ha triplicado después del
terremoto (según la Organización Panamericana de la Salud, debido a la
falta de métodos anticonceptivos y las violaciones).
En marzo de 2011, con 16 años, un hijo de tres meses a cuestas, una
bolsa de pañales, vitaminas, sábanas y unos dólares, Clarice B. regresó
al Campo de Marte.
La KOFAVIV, financiada por ACNUR, le daría un estipendio todos los
meses, buscaría un trabajo para ella, una guardería para el bebé.
"Les damos refugio por un año, un dinero, les buscamos empleo, hacemos
todo lo que podemos; pero no damos abasto, llegan decenas de mujeres
cada mes, no damos abasto", repite, casi como excusa, Villard-Appolon.
Probablemente esa noche, a la luz de la luna, las carpas apagadas y
silenciosas revelaron nuevamente para Clarice la tragedia de su destino,
el horror, el desamparo, la verdadera naturaleza del Campo de Marte.
DÍA DE RESURRECCIÃ"N
No era habitual que alguien llamara a esa hora de la mañana, menos un
día como ese, cuando casi toda República Dominicana se había acostado
tarde la noche anterior por acudir a las celebraciones católicas de la
Vigilia Pascual.
Era el 8 de abril de 2012, la fecha en que toda la cristiandad celebra
la Pascua, el Gran Paso, la victoria de la vida sobre la muerte.
Cuando la doméstica negra abrió la puerta de la casa, ubicada a un par
de kilómetros en la frontera, en Dajabón, en la parte dominicana, su
cara se demudó, la boca no podía articular palabra, las manos comenzaron
a temblar, los ojos querían salirse de las órbitas.
"Al fin damos contigo", dijo Malya Villard-Appolon.
Habían pasado casi 11 meses desde que el padre Batiste llamara a la puerta de la KOFAVIV aquel amanecer.
"Es él, es él, es Laurence", repetían mientras Malya y el sacerdote
revisaban al bebé, lo gritaban a coro, convencidas por la certeza, las
mujeres que habían despertado por los toques.
"Laurence había nació aquí, todas lo conocíamos", cuenta.
Fue entonces cuando Malya pensó que algo le había pasado a Clarice.
Dieron la voz de alarma, la buscaron por todo el Campo de Marte: nada.
Nadie la había visto, alguien dijo incluso que tal vez la habían matado.
El tiempo pasó, y poco a poco, todo el mundo se fue olvidando de ella.
Cuando relata la historia a Prensa Latina, pocos días después de haberla
encontrado, Malya dice que no puede creer aún "el verdadero milagro"
que la llevó a la muchacha.
Uno de los hombres que trabaja como voluntario desde hace años para la
KOFAVIV, un camionero que transporta verduras hacia Dominicana, la
reconoció un día en el mercado de Dajabón, trató de conversar con ella.
Clarice huyó, pero él pudo seguirla, vio la casa donde entró.
Cuando abrió la puerta aquella mañana y vio a Malya, con dos mujeres y
el hombre que había visto unos días antes, Clarice se encontró de frente
con el pasado del que había huido y tal vez, también, con su futuro,
con su destino, con la posibilidad de reconciliarse consigo.
Pero les cerró la puerta en las narices. Dijo que la dejaran tranquila, que no la buscaran más.
Malya volvió a tocar, tan fuerte que despertó a los dueños. Fueron ellos quienes abrieron de nuevo, les contó todo.
Clarice la desmentía: "no, no es cierto", lo juraba por la virgen del
Perpetuo Socorro, la patrona de Haití, hacía cruces con los dedos, se
los besaba, que no la conocía, "no sé quiénes son", que nunca había
tenido un hijo.
Pero cuando Malya repitió que sí lo tenía, que se llamaba Laurence, y
estaba con ellas desde hacía casi un año, que estaba vivo, grande, bien,
Clarice no soportó más y se echó a llorar.
Diez meses y 25 días necesitó aquella muchacha negra para volver
palabras los angostos vericuetos de su vida, el secreto de su última
noche en Haití.
Lo contó tod fue violada aquella madrugada por segunda vez, frente a
su hijo. Antes de dejarla tirada en el piso, le cortaron la cara. Eran
tres hombres. Ella no atinó a nada, recogió al niño, lo dejó frente a la
iglesia, huyó.
REGRESO
Un rato después, con el rostro surcado por una cicatriz y con otras
tantas heridas que tal vez nunca podrán sanar, Clarice B. recogió sus
cosas, apenas una maleta, el dinero dado por los dueños de la casa y
montó en el camión junto a Malya, el hombre y las dos mujeres.
Iniciaba otra vez su viaje al fin de la noche. Enrumbaron hacia Mal
Paso. Amanecía. Ya en el centro de Haití, cerró los ojos cuando pasaron
frente al Campo de Marte.
En las carpas azules con las siglas de la ONU, la gente comenzaba a despertar.
*Periodista de la Redacción Centroamérica y Caribe de Prensa Latina.