<b>Está
bien que se hable de reformas, en un mundo cada día más desigual, pero estos
cambios trascendentales, que desde luego deben producirse de manera
consensuada, han de respetar los derechos humanos. </b><br>
Digo esto, porque expertos
de Naciones Unidas, acaban de instar a las autoridades de la Unión Europea a no
utilizar en el futuro fondos públicos necesarios para garantizar el bienestar
de los ciudadanos en ayudas a entidades financieras. He aquí los datos: De 2008
a 2011 los países europeos destinaron 4,5 billones de su presupuesto
(equivalente al 37% del producto interior bruto) al rescate de las finanzas.
Desde luego, estos planes contradicen las obligaciones legales de los países de
garantizar los derechos económicos, sociales y culturales de la ciudadanía. Las
personas que nada tienen, ni trabajo y tampoco recursos, difícilmente pueden
asumir planes de austeridad.
El
mundo no puede vivir de los que menos tienen. Los derechos a la alimentación,
vivienda adecuada y trabajo justo, jamás deben ponerse en riesgo por el tema de
la economía. La persistencia de altas tasas de desempleo o la oferta de empleo
indecente, sin duda es el mayor de los fracasos mundiales de nuestros actuales líderes
políticos, incapaces de poner orden a la turbulencia financiera y a la recesión
económica. Esto pasa cuando se olvida la consideración ética de la persona y de
la sociedad misma. Es bien sabido que el futuro de un país se ha de basar en la
responsabilidad por el bien común, evitando toda corrupción y fomentando la
concordia, la armonía y el respeto por cualquier ser humano. En este sentido,
son de alabar las iniciativas que muchos gobiernos del mundo han llevado a cabo
en el ámbito de promover los derechos humanos, sobre cuestiones tan importantes
como la defensa de un crecimiento equitativo y la promoción, a mejor vida, de
familias ahogadas en la miseria.
Por
otra parte, el mundo se ha globalizado y la coordinación internacional es
fundamental para estimular la creación de empleo, la inversión energética y sus
sostenibilidad, la seguridad alimentaria y hasta la misma paz. Sin embargo, hoy
en todo el planeta se visiona una gran pérdida del bienestar social que impide
avanzar en la calidad de la democracia. Evidentemente, la incapacidad para
llevar a cabo reformas exitosamente está muy relacionado con el claro déficit
democrático. Los indicadores en este sentido son contundentes. Los programas de
protección social, tan necesarios en estos momentos, ya que actúan como
estabilizadores para atenuar el impacto negativo de la crisis económica en las
familias, suelen brillar por su ausencia en multitud de naciones. A veces, da
la sensación que la pobreza no cuenta en estas democracias, más fingidas que
reales, más del capital que de los excluidos. Resulta, pues, complicado que se
produzca esa cohesión social que dice estimular el espíritu democrático.
Por
desgracia, la única reforma que se ha producido se refiere más a las decisiones
económicas que a las decisiones democráticas. Gracias a los dictámenes
financieros, el recorte de derechos y prestaciones se impone, no se propone,
viene impuesto por los que más poder tienen, es decir, por los que más riqueza
aglutinan. Indudablemente, esta manera de hacer y deshacer, en nombre de una
ciudadanía crispada, pero a la vez temerosa, deteriora las instituciones
soberanas. La ciudadanía, toda ella, también los pobres, han de participar en
la toma de decisiones, de lo contrario retrocedemos en el espíritu democrático.
Al respecto, el derecho internacional y sus instituciones son fundamentales
para la aplicación y observancia de estos derechos humanos de los que todos,
por el hecho de ser personas, debemos disfrutar, vivamos donde vivamos. Al fin
y al cabo, somos ciudadanos del mundo, miembros de una sola familia, a la que
estamos unidos para siempre.
Rechazar
la universalidad de los derechos humanos y, pese a todo, aceptar el poder de
las finanzas como gobierno, significa la destrucción de la humanidad. No se
puede caer más bajo. Necesitamos, con urgencia, poner sobre la mesa un nuevo
entendimiento de la ética de los negocios, con más compasión hacia los que
menos tienen. Son muchas las necesidades que no pueden ser satisfechas por un mercado injusto, que aumenta la especulación
y el poder, sin subordinación alguna al bien común.
Dicho
lo anterior, pienso que ha llegado el momento de que las entidades crediticias
trabajen para financiar el desarrollo y se alejen de los especuladores. También
ha llegado el tiempo, de no perder más tiempo, en dejarnos someter al criterio
de los operadores de los poderosos. A mi juicio, debemos mantener vínculos de
solidaridad. Cualquier recurso que conlleve recorte a los derechos humanos no
debe ser utilizado de ninguna manera. Tenemos que insistir en que el mundo es
de todos, y por ello, hace falta colocar la igualdad en el centro de la agenda
de todos los gobiernos. <br>
El derecho a un pacto global que haga germinar unas
estructuras más participativas y transparentes son tan precisas como urgentes.
Nada es un mal en sí mismo, el mal radica en su mal uso (en el del capital, en
el de la política). Por tanto, cancelemos ya esta época e inauguremos otra, sin
miedo, tomando como horizonte el respeto a los derechos humanos. Más allá del
conocimiento hagamos realidad su espíritu. Ganaremos todos en humanidad que, al
momento presente, buena parte muere en la desesperación más injusta.
7 de octubre de 2012