<b>En mis años de adolescencia leí en la revista Selecciones, de
Reader’s Digest, un artículo que me marcó para toda la vida. Eran los tiempos
en que comenzaba a perfilar mis convicciones ideológicas y abrazar las ideas
revolucionarias que agitaban la sociedad dominicana en los inicios del proceso
democrático que siguió a la caída de Trujillo.</b>
Fue precisamente en esa etapa cuando la Policía registró oficialmente mi ficha, con nombre y
fotografía, en la lista de opositores al Gobierno de Balaguer, luego de ser
detenido con unos volantes de corte “subversivo” junto a mis compañeros de octavo curso en la Escuela Perú, Gustavo
Radhamés Checo y Conrado Matías.
Por cierto, los volantes estaban encabezados con un titulo
grande de la JRC (Juventud
Revolucionaria Cristiana), que los dos policías que nos detuvieron en la París
con José Martí, insistían en traducir como Juventud Revolucionaria Comunista. Pero
volvamos al tema principal.
¡¡Dadnos las herramientas!!, título del artículo que leí en
Selecciones, influyó notablemente en mi percepción sobre la política y la vida.
Me indujo a revisar mis ideas iniciales sobre
el papel de la revolución y los cambios políticos
como respuesta a mis expectativas personales y colectivas.
El artículo narraba la historia de una colectividad que cambió sus condiciones vida después de
descubrir que tenía en sus manos el potencial
necesario para mejorar su destino. La moraleja de ese mensaje fue establecer la diferencia entre la gente
que se pasa la vida en espera de soluciones mesiánicas, aportadas por el Estado o por la Divina Providencia, o
la gente que sin perder el sentido de comunidad se decide a reconocer sus
propias posibilidades y procurar las
herramientas necesarias para lograr sus propósitos.
El tema vino a mi mente, este 24 de diciembre, a propósito de
un título periodístico que narra el drama actual de los miles de refugiados
haitianos que esperan la cristalización de algunas de las tantas promesas de
soluciones ideales formuladas por
autoridades, entidades caritativas y organismos internacionales, que
probablemente nunca se harán realidad pero que servirán para alimentar las
expectativas de una comunidad que ha creído en tales ofrecimientos y que por lo
tanto ha renunciado a sus propias iniciativas o a reclamar las herramientas necesarias
para comenzar a superar su miserable
condición actual.
No puedo olvidar
tampoco la suerte de un grupo de familias damnificadas del Huracán David que permaneció
en una inmunda cuartería debajo del Puente Duarte de Santo Domingo a la espera
de su asentamiento en un proyecto habitacional del Estado, que si mal no
recuerdo, nunca ocurrió.
Ese
es precisamente el efecto perverso del asistencialismo de Estado, ya
sea en forma de
funditas, de cajitas, de tarjetas o de ilusiones que nunca se
materializan y que solo contribuyen a anular la capacidad de iniciativa
y el potencial que tiene todo ser humano
para cambiar su propia realidad y la de su entorno.
Que bueno que cuando a mi me tocó pasar hambre y vivir las
calamidades de una familia campesina migrante establecida en la capital sin
techo propio y sin ningún ingreso regular, en lugar de salir a pedir en la
calle o sentarme a esperar mejores tiempos, me decidí por ayudar a mi mamá a
vender en la Duarte las ropitas que ella cocía, a vender periódicos en Las
Américas y Villa Duarte, a trabajar como peón de una camioneta de Gas Propano
de la familia Ovalle, a trabajar como obrero de Industrias JAJA, a estudiar de noche en la escuela Panamá y en
la Escuela Perú, y sobre todo a dedicar
mi escaso y precario tiempo libre a devorar cuántos libros y revistas llegaban
a mis manos.
Estoy convencido de que si no hubiera pasado por ese duro
training en la escuela de la vida, llámese ahora “trabajo infantil”, o en el mejor de los
casos “emprendurismo juvenil” probablemente tampoco habría tenido la oportunidad
de comenzar a ejercer el periodismo a los 20 años, ser director de prensa de
Informativo Nacional de Radio ABC a los 21, secretario general del Sindicato Nacional de Periodistas
Profesionales (SNPP) mucho años de llegar a los 30, y convertirme poco después en
uno de los más jóvenes presidentes del Ayuntamiento del Distrito Nacional.
Y quiero subrayar, a propósito del artículo de la revista Selecciones
y de mi propia experiencia personal, que las herramientas a las que me refiero
son trabajo y educación, dos cosas que están incuestionablemente al alcance de
nuestras sociedades y que el Estado y el liderazgo fundamental deben promover
como principales medios para cambiar la vida de la gente, en lugar de insistir
en políticas de caridad que solo sirven
para arraigar la pobreza y la indigencia social.
24 de diciembre 2012