Mientras hay vida hay esperanza. Es
un dicho que, a mi juicio, entronca con el ser humano, aunque Nietzsche la
llamase la virtud de los débiles. Por supuesto, la realidad es la que es, y vivimos
tiempos espinosos que nos llevan a una banalidad increíble, donde la
desorientación y la desesperanza nos dejan sin fuerzas para ilusionarnos, pero
pienso que nunca es tarde para rectificar y comenzar de nuevo, sobre todo si en
el empeño ponemos coraje y confianza.
Sin duda, puede ser muy fuerte el
desaliento actual, pero siempre tendremos razones para esperanzarnos y derrotar
el pesimismo, de lo contrario quedaría extinguido el esplendor de nuestra
propia existencia.
Debemos saber que no todo está
perdido en los momentos de dificultad. Sin embargo, es humano que cuando las
malas noticias se suceden nos domine la ansiedad o cuando las desgracias nos
afecten directamente, estemos desanimados. Esto puede suceder en la vida de
cada uno de nosotros. Esto también sucede en la misma sociedad, en su contexto
social. La incógnita se resuelve, pasa por reflexionar para ver la manera de
cambiar las cosas. Lo que ayer tenía una solución determinada resulta que hoy
esa solución no sirve. Todo cambia, nada permanece en el tiempo, por lo que
muchas veces la clave radica en reorientar nuestras fuerzas, porque bajo tantas
calamidades, hay siempre una presencia silenciosa, espiritualmente amorosa, que
nos entusiasma.
Me niego a que me derrumben el ánimo
los mercados. O los gobiernos. Nos pertenece a cada cual, forma parte del ser
humano. En el fondo nos entusiasmamos unos a otros. También nos deprimimos. Más
que nunca hoy necesitamos transmisores de ilusión. Una puerta se cierra pero
otras se abrirán. Una luz se apaga pero otras se encenderán. No se entiende la
vida sin expectativas. Será cuestión de labrarlas. Y en este trabajo todos
tenemos que colaborar, cada uno desde sus misiones y responsabilidades, para
que esa labor trascienda a todo el mundo, superando cualquier tipo de interés
mezquino. Con razón se dice que jamás se da tanto como cuando se injertan
esperanzas en la vida de un ser humano. Desde luego, el más terrible de todos
los sentimientos, a mi manera de ver, es aquel que se mueve en la desilusión,
en la contrariedad permanente, en la decepción continua, en la frustración
diaria. Algo tremendo. Necesitamos a veces ser salvados por la certeza de un
corazón que comparte.
En ocasiones, pienso que nos movemos
por destellos de esperanza. Huyendo de las guerras o de la precariedad en la
que se vive, muchos seres humanos movidos por la esperanza de un porvenir
mejor, buscan otros países donde iniciar una nueva vida. También solemos
recordar a las víctimas de tantas injusticias, con el fin de comprometernos a
trabajar unidos para que nuestra esperanza de hoy se convierta en un futuro
mejor el día de mañana. El ejemplo de la joven Amanat, violada y torturada en
un autobús en Nueva Delhi a mediados de diciembre pasado, debe ayudarnos a
meditar sobre tantas violaciones y violencias sembradas. Nuestra esperanza debe encaminarse a reavivar
un espíritu pacifista, desde el ejemplo personal de una recta actitud interior,
para que se proyecte también hacia fuera en acciones coherentes y en
comportamientos como la serenidad, el equilibrio, la superación de los
instintos. Esta es la acción esperanzadora, tan necesaria para el consuelo y, a
la vez, tranquilizadora para el futuro.
La esperanza, como decía el poeta
latino Ovidio, realmente hace que agite el naufrago sus brazos en medio de las
aguas, aún cuando no vea tierra por ningún lado. Es el último recurso que nos
queda. Cuando las gentes dejan de esperanzarse todo les da igual. En parte, muchos
de los retrocesos actuales, provienen de la pérdida de respeto entre las gentes
o entre las mismas naciones. Creo, por consiguiente, que se debe dialogar más,
y más auténticamente, para comprendernos mejor y activar la confianza perdida. Respeto,
comprensión, cooperación solidaria entre los países y entre las culturas, es lo
que la humanidad requiere con anhelo, mal que les pese a algunos gobiernos.
Estos son tiempos de enormes
desafíos, pero también son tiempos de esperanza. Estoy convencido de que sólo
la convicción puede injertarnos la pujanza y el aliento necesarios para
alcanzar las deseables metas, para consumar nuestras ilusiones. Tenemos que
despojarnos cuanto antes de el rencor y la venganza, dejarnos guiar por un
espíritu universalista y emprender un camino hacia la fraternidad. Es cierto
que todos los seres humanos somos diferentes, que pensamos el mundo de manera
distinta y que no tenemos las mismas creencias, pero, a pesar de ello, a toda
la humanidad nos une un mismo afán, el de una dignidad y grandeza común para la
especie.
No olvidemos que alrededor de la brisa
de la ilusión siempre hay caminos para la unidad y la unión. Al igual que, en
cada aurora, siempre hay un vivo poema de luz que nos despierta, pensemos en
reavivar el espíritu de la concordia. Nada es imposible. Hemos sobrevivido a
multitud de tragedias, hemos pasado calamidades y penurias, somos el vivo
testimonio de que nos sostiene la esperanza, que no desfallecemos en impulsar
una historia de cooperación y verdadera solidaridad. Pensemos que nunca es
tarde para iniciar un gran movimiento moral capaz de activar los valores
humanos. En cualquier caso, por muy larga que sea la noche que vivimos, el día
siempre vuelve a brillar entre las sombras.
Esperanzar al ser humano que ha
padecido el hambre, la ignorancia y la enfermedad, el desamor y la injustica,
que ha sufrido con todo y por todo, es también una manera de llenar su corazón.
Sentirse sólo en el sufrimiento es también otro tormento más. El anhelo
irrenunciable a una vida digna nos la merecemos la humanidad en su conjunto.
Por ello, que sea el año 2013, un año desbordado por la esperanza. La
responsabilidad recae en nosotros mismos.
30 de diciembre de 2012
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