El liberalismo, tal y como lo entendemos
hoy día, echó sus raíces esenciales en el iluminismo inglés y en el
enciclopedismo francés, y constituyó, originalmente, una reacción
burguesa-popular contra las vetustas y opresivas instituciones monárquicas,
aunque, como se sabe, las revoluciones liberales europeas de los siglos XVI,
XVII y XVIII (con excepción de la francesa, en su segunda etapa) no terminaron
liquidando el “ancient regime” sino que sólo lo modificaron para alejarlo del
absolutismo.
El liberalismo, desde el principio,
presentó variados matices (radicales, moderados y conservadores, por ejemplo),
dando origen a formaciones políticas e ideológicas diversas, y éstas
evolucionaron con el tiempo de manera tal -como lo podemos percibir incluso
actualmente- que muchas de su concepciones primigenias resultaron olvidadas o
simplemente sustituidas, produciéndose entre ellas discrepancias de importancia
práctica cardinal en lo relativo a las ideas y los proyectos de organización o
reorganización de la sociedad.
Así, cuando el liberalismo se encaró
frontalmente con el pensamiento neo-monárquico mantuvo frescas sus raíces
libertarias y sus inclinaciones más o menos populares, pero cuando su lucha se
dirigió contra el socialismo se vio en la obligación de pendular entre su
espíritu libertario y las necesidades de conservación de sus hasta entonces
tangibles realizaciones y logros institucionales dentro del Estado
representativo. No pocas veces esta última confrontación se radicalizó tanto
que dio pie a la formulación de concepciones francamente reaccionarias.
La visión más señalada en estos momentos
del liberalismo es, sin embargo, la que se inició con la ideología de la
revolución independentista de los Estados Unidos de América (nacionalismo,
libertad de comercio, preeminencia de la ley, prerrogativas ciudadanas, etc.),
y cuyo desenlace más notorio se produjo en el gran movimiento de discusión conceptual
que se desarrolló en ese país, tras el “crack “ financiero de 1929, con la
aplicación de la política del “New Deal” (Nuevo Trato) patrocinada por el
presidente Franklyn Delano Roosevelt.
A partir del “New Deal”, ciertamente, la
visión general sobre el asunto quedó conformada de modo diferente de cómo se
entendía anteriormente. Se empezaron a considerar liberales los partidarios de
las corrientes aperturistas, populistas, progresistas, socialdemócratas o
simplemente intervencionistas (respecto al Estado y la sociedad), mientras que
se comenzaron a estimar como conservadores los partidarios de las antiguas
ideas tradicionalistas, antiestatistas y anticolectivistas. Dentro de éstos
últimos se incubó lentamente, por lo menos desde 1940, una corriente radical
pero conceptuosa, beligerantemente antintervencionista y ultra libertaria, que
con el tiempo empezó a denominarse “neo-liberalismo”.
Por su parte, el comunismo, cuyos orígenes
históricos marxistas son harto conocidos, constituyó una reacción decididamente
popular contra las ideas y las instituciones liberales. Desde una perspectiva
“proletaria”, los comunistas sostuvieron que el Estado liberal representativo y
la sociedad democrático-burguesa que le es consustancial fracasaron en términos
históricos porque en la práctica se constituyeron en una dictadura de la minoría
sobre la mayoría en lo atinente al manejo de las instituciones
político-culturales y al control de la economía y de los medios de producción.
El comunismo identificaba a la propiedad
privada sobre los medios de producción como la fuente fundamental del control económico-político
de la burguesía y el origen concreto de las desigualdades sociales, y por ello
planteaba la destrucción total y absoluta del sistema (es decir, del Estado y
de la organización económica y cultural) a objeto de ser sustituido por otro en
que predominaran la propiedad colectiva, una “dictadura del proletariado” (por
oposición a la “dictadura de la burguesía” y como Estado de transición hasta el
advenimiento de una sociedad autogestionaria) y la “construcción” de un “hombre
nuevo”, libre de la “alienación” y las “aberraciones espirituales” que
caracterizaban al capitalismo liberal.
No obstante, en las interioridades del
liberalismo y del marxismo, por lo menos desde la última mitad del siglo XIX,
se gestaban dos corrientes alternas que a la larga tendrían trascendentales
repercusiones en el pensamiento del hombre y en la práctica de la política: el
social-cristianismo, que propugnaba una “socialización” del liberalismo
capitalista, y el socialismo, que postulaba una “liberalización” del marxismo
estatista. En ambas corrientes, a nuestro modo de ver, por encima de las discrepancias
de naturaleza y carácter (y a pesar de que han sido motejadas una de
conservadora y la otra de “revisionista” o “contemporizadora”) existía un
ingrediente común: el afán por rescatar al humanismo como base para la
ideología y la práctica de la política.
El socialismo moderno fue un producto de
la fragmentación del movimiento marxista (sea en calidad de tendencia a la
revisión de algunos de sus principios, o sea como alejamiento doctrinario y
factual). Sus ideas troncales hay que buscarlas en Ferdinand Lasalle, Eduard
Bernstein y Karl Kautsky (los dos primeros alemanes y el segundo austriaco),
quienes desarrollaron largas e intensas polémicas con sus conmilitones europeos
de fines del siglo XIX y principios del siglo XX sobre aspectos esenciales de
los planteamientos de Marx y Engels (la dictadura de proletariado, la propiedad
privada, la lucha política, el parlamentarismo, la guerra mundial, etc.),
provocando a la postre la división del movimiento marxista (aparición de la lII
Internacional o Internacional Comunista, también conocida como “Komintern",
1919; la más moderada Internacional Obrera Socialista, 1923; la trotskista IV
Internacional 1939; y la socialdemócrata Internacional Socialista, 1951).
El social-cristianismo, también denominado
“democracia cristiana”, se constituyó a partir de las prédicas sociales del
catolicismo, sobre todo durante el papado de León XIII (de 1878 a 1903), quien
en su Encíclica Rerum Novarum formuló los pilares conceptuales de lo que luego
sería una participación partidaria independiente de los cristianos católicos con
vocación política.
La aparición del social-cristianismo,
aunque nunca involucró una acción política directa del Vaticano en ningún país
del mundo, para muchos supuso, sin embargo, una revisión conceptual y
conductual de la iglesia católica frente a los conflictos sociales y la
operación de los poderes públicos, y al mismo tiempo un viraje de la
institución en dirección a los sectores más desposeídos de la sociedad a través
del retorno a ciertas ideas de Santo Tomás de Aquino y a un acercamiento a los
sectores laborales. No obstante, también hubo quienes sostuvieron que sólo se
trataba de un intento por frenar el avance de las ideas socialistas y
comunistas entre los indicados sectores.
Como ya se señaló, el social- cristianismo
en sus inicios procuró integrar a la lucha política a los individuos con
vocación para ésta que pertenecían a la iglesia católica, formándose a la larga
una gran cantidad de partidos nacionales con esa orientación y, más adelante,
una entidad supranacional cuyo par americano lo fue la Organización Demócrata
Cristiana de América (ODCA, 1947). Más adelante se constituyeron grupos
políticos afines, no necesariamente afiliados a las entidades mencionadas, y
hasta partidos abiertamente confesionales o de inclinación cristiana protestante.
El hecho, sin embargo, de que se tratara de
corrientes de génesis disímil y de que se las asimilara siempre como las
tendencias no fundamentalistas de las antiguas concepciones (es decir, de las
privatistas y de las estatistas), sin renunciar en absoluto a sus principios
nodales, durante años enfrentó al socialismo y al social-cristianismo,
impidiendo la posibilidad de una concertación que probablemente hubiese
contribuido notablemente al progreso social y a la humanización del quehacer político.
Aún hoy, el socialismo, que agrupa a
formaciones políticas y doctrinarias de matices distintos (socialdemócratas y
laboristas de Europa del Oeste, izquierda democrática de América Latina,
socialistas y demócratas radicales de Europa del Este, izquierda moderada de
Asia y África, etc.), promueve una mezcla de estatismo y privatismo que procura
garantizar roles específicos en la gestión general de la sociedad al Estado y a
la iniciativa privada, aunque esa concepción “conciliadora” a veces queda preterida
por pronunciamientos de sus voceros principales dirigidos a adaptar su lenguaje
y su práctica política a la “era digital” y la llamada “sociedad de la
información”.
El autor de estas líneas se inscribe en la
tendencia de pensamiento que cree, pese a lo dicho, que el socialismo (es
decir, la socialdemocracia moderna) ha sido la corriente ideológica más
racional creada por el hombre, pues es la única que, distanciándose de los
extremos y basándose en la ciencia, la cultura y la tecnología, ha intentado
seriamente convertir al ser humano en el centro del ideal y la acción políticos
con base en reestructuraciones sociales que no obvien su “naturaleza” y se
originen al margen de todo esquematismo doctrinario, modelo único o apuesta
totalitaria. En esa naturaleza antidogmática y en sus proyecciones de
pluralidad en el enfoque de la problemática de la vida humana y del mundo, a no
dudar, reside su fortaleza conceptual.
En lo atinente al social-cristianismo en
términos de ideología y de práctica política, son obvios en estos instantes no
sólo su alejamiento de la doctrina social de la iglesia sino también su pérdida
de fuerza popular. Sus últimas incursiones victoriosas, si hacemos omisión de
casos singulares en Alemania o Europa del Norte, se produjeron en la época en
que se inició el derrumbe del mundo comunista. De ahí en adelante, el social-cristianismo
ha lucido silenciado, esterilizado, ausente del debate político, y oscilando
entre asirse o soltarse de las amarras de las añejas ideas conservadoras.
Desde luego, el siglo XX fue la época de
mayor preeminencia de las corrientes ideológicas en alusión: en muchos
sentidos, ésta fue la centuria de los “pendejos”, pues se trató del período
histórico en el que la humanidad realizó los mayores esfuerzos por darle un
contenido ideal o espiritual al activismo político y, además, en el que el ser
humano asumió los más serios compromisos con la transformación cualitativa del
mundo y la creación de una sociedad y un ser humano nuevos. Fue, sin dudas, el
siglo en el que los aprestos por el “bien común” (asunto típico de los
“pendejos”) estuvieron más a la “orden del día”.
(*) El
autor es abogado y profesor universitario