Cada persona está hecho para ser
feliz. Todos los seres humanos tenemos derecho a ser felices en esta vida. Por
tanto, esa sed de felicidad es legítima en toda existencia, por insignificante
que nos parezca. Conscientes de que la búsqueda del bienestar es un objetivo
humano fundamental, Naciones Unidas decide proclamar el veinte de marzo como
día internacional de la felicidad.
Ciertamente, vivimos tiempos de dificultades
que merecen una reflexión honda y profunda, en parte por conductas indeseables
que ocupan la cúspide del poder. Y aunque la felicidad va más allá del progreso
económico, hemos de reconocer que cada día es más difícil ponerse en el camino
de un orden justo, porque las mismas sociedades se han vuelto excluyentes.
Desde luego, tenemos que
reinventarnos un nuevo modelo de desarrollo más equitativo y solidario.
Reconozcamos que, hoy por hoy, es más fácil dedicar todo el dinero del mundo en
bombardeos e invasión a países, en derroches innecesarios, que en erradicar la
pobreza. Como el mundo cada día es más desigual y pobre, y considerando que el
sentimiento de tranquilidad ciudadana depende en parte de la tranquilidad de
los otros con quienes estemos conectados, hemos de concluir diciendo que la felicidad,
en un mundo globalizado como el actual, podría considerarse como algo colectivo
de complicado contagio.
Evidentemente, si nuestro semejante
vive en condiciones indignas y sin esperanza de un futuro mejor, es imposible
que el planeta avance bajo este clima de injusticias. El mundo necesita con
urgencia globalizar la justicia y humanizar la globalización. Conforme avanza
este proceso de integración de pueblos y de sus economías, debemos centrarnos
en dar satisfacción a sus necesidades básicas. No podemos permanecer
indiferentes ante unos mercados caprichosos, que castigan a los que menos
tienen y premian a los que más tienen. Mientras la humanización del proceso de
globalización no se produzca, la superación de la pobreza va a ser un amor
imposible. Debemos darle una dimensión humanista a las relaciones entre los
países, reconociendo el derecho de todos a ser felices y a que se reconozca
este objetivo social en todas las políticas públicas.
Sabemos que la verdadera felicidad
no reside en el bienestar de algunos, ni tampoco en el poder de otros, sino más
bien en ese compartir con los demás, en esa autorrealización defendida por
Aristóteles. Es como una condición interna de júbilo, pero para ello tiene que
darse un ambiente de sosiego social. Lo que se ha dado en llamar la sociedad
del bienestar en los años ochenta,
precisamente lo que pretende es conseguir una mínima calidad de vida para todos
los ciudadanos. Con las cuotas tan altas que tiene el mundo de paro, no cabe
hablar de avances, sino de retrocesos. La felicidad justamente empieza a
divisarse cuando el pleno empleo es una realidad. Se acrecienta aún más esa
desdicha, cuando la inseguridad o la falta de educación pública y gratuita o la
misma política social no existe.
Si el saber es una parte
considerable de la felicidad, el sentirse útil y respaldado socialmente es cómo
no sentirse perdido en este mundo de lobos. Todos sabemos que hay situaciones
de inmensa necesidad, con las que sí se puede hacer algo y debemos hacer algo.
Tenemos que crear una atmósfera familiar, donde todos trabajemos juntos para
acabar con el derroche de alimentos y consumirlos responsablemente. Hay que
poner fin al hambre, y como en una familia, estar dispuestos a entenderse. Por
ello, a mi juicio, la humanidad tiene que pensar más en desplegar energías de
apoyo incondicional a los que menos tienen.
Tenemos que reivindicar, pues, el
derecho a ser felices, que no es otra cosa que poder desarrollar nuestras
facultades en un verdadero estado de armonía.
Y lo tenemos que reclamar porque ese bienestar no va a depender sólo de
nosotros, de lo valiente que uno sea, de nuestra sagacidad, sino del mismo
ambiente que respiramos, de los mismo poderes que nos circundan, de las mismas
oportunidades que nos motivan. La idea aristotélica de que "sólo hay
felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un juego",
puede ayudarnos a discernir la clave de este lícito sentimiento que nos
mantiene vivos.
Por desgracia, el riego de convertir
al ser humano en una mercancía ahí está, como la tentación de buscar la riqueza
de unos pocos en lugar de la felicidad de todos. Pienso que debemos crear una
sociedad armonizada en la solidaridad y
en promover el bienestar de todos. El poder que es incapaz de garantizar la
mayor felicidad a todas las personas, no merece la pena su existencia. Lo más
importante son las personas y su bienestar. Hay un deber, y es el deber de
auxilio, de vivir para los demás, y que es la mejor ley de felicidad. Pero el
mundo no ha ido por esos caminos de servicio, de donación hacia los más
débiles, lo que ha ocasionado dolor y miseria.
Necesariamente, nos merecemos los
valores de la felicidad impresos en la propia vida a través de la conciencia
moral. Este es el progreso que realmente vale la pena, sin el cual todos los
demás progresos no serán auténticos. Cuando se pierde la moral o se relativiza
también todo se derrumba, hasta la mismísima estructura social. Es la moral lo
que realmente hace a uno sentirse bien. Por eso, a mi juicio, los tiempos actuales
no acompañan hacia esa felicidad que todos buscamos y nos merecemos, por el
hecho de haber abandonado el verdadero instrumento de prosperidad, que no
radica en otro universo, nada más que en el factor moral. A poco que pensemos
en nosotros, llegaremos a la conclusión además de que hay que ser virtuosamente
buenos no para los demás, sino también para estar en armonía con nosotros
mismos. Al fin y al cabo, no está la felicidad en vivir, sino en saber vivir en
la bondad de una familia, la humana. Al parecer, lo de la dignidad, no estaba
prevista en el plan de globalización para desgracia de todos. A los hechos me
remito.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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