El autor de estas líneas escuchó hace unos meses en una reunión de políticos en la que predominaban los representativos de las nuevas generaciones (específicamente de labios de una reputada experta extranjera en temas de marketing y posicionamientos electorales) una formulación verbal que retrata de cuerpo entero al laboranismo partidista de nuestro tiemp “los conceptos de izquierda y derecha ya no se usan porque son obsoletos”.
La distinguida asesora lanzó la frase como aclaración profesoral, acaso acicateada por los filones de su formación profesional y su larga experiencia como tabuladora e intérprete de hallazgos socio-políticos y estadísticos, a propósito de un intento de graficación que hacía quien escribe alrededor de una idea que no le parecía del todo clara, y pese a que ese no era el tema de discusión y a que la tesis que envuelve es actualmente objeto de controversias en múltiples latitudes académicas y políticas del mundo, todos los presentes parecieron aceptar de buen grado la descalificante reacción.
(La ocurrencia, empero, no fue del todo infeliz, puesto que confirmó dos cosas que el suscrito sólo suponía: la primera, que los modernos profesionales de mercadotecnia política no parecen muy duchos en el arte de las metáforas y le temen como el diablo a la cruz a ciertas palabras -no por la literatura ni por el señor Luzbel sino por la matización racional-; y la segunda, que muchos de los integrantes de las nuevas generaciones de políticos no están interesados ni en el saber ni en la verdad… Total: ni los unos son poetas ni los otros tiran a filósofos para andar en tales pendejadas).
Como se sabe, los conceptos de derecha e izquierda, en tanto expresiones de posturas políticas, se originaron casi espontaneamente durante las deliberaciones de la Asamblea Nacional Constituyente de la Francia revolucionaria de 1789: en un momento dado y con el objeto de facilitar los debates, mientras se discutía con respecto a los alcances de la facultad de veto que tendría el rey frente a las decisiones de la futura Asamblea Legislativa, los representantes que eran partidarios de que fuera absoluta se sentaron en el ala derecha del recinto de sesiones, mientras que los que postulaban que sólo fuera suspensiva se situaron en la izquierda.
Más adelante, la identificación empezó a referirse a la posición de cada quien respecto de la velocidad y la profundidad de los cambios del proceso en marcha (el destino final de la monarquía, los límites de la libertad personal, la organización política y económica institucional, etcétera), y luego, aún con los matices y fraccionalismos que impuso el extremismo de toda laya, la asamblea luciría reagrupada de manera mas difusa: la Gironda (a la derecha, compuesta por los que estaban a favor de ciertas reformas, pero sin liquidar el antiguo régimen), la Llanura (en el centro, integrada por partidarios de cambios moderados y por vacilantes e indiferentes) y la Montaña (a la izquierda, formada por los impetuosos postulantes de transformaciones radicales).
Ahora bién, en términos de la política partidarista tal y como la conocemos hoy día la más antigua interpretación (asumida en principio por socialistas, marxistas clásicos, anarquistas pacifistas y religiosos radicales) se relaciona con la actitud frente a la “sociedad burguesa” y el “sistema capitalista” (se era de derecha o de izquierda según se luchara por su mantenimiento o su destrucción), y ella hizo posible uno de los más absurdos fenómenos históricos del siglo XX: la existencia de regímenes tiránicos derechistas y regímenes tiránicos izquierdistas. El fenómeno, claro está, era previsible a la luz de ciertos trágicos recovecos del pensamient en los inicios del citado siglo, en tanto que un formidable dirigente revolucionario ruso sentenció que “la libertad no es mas que un prejuicio burgués”, un ilustre falangista español aseguró que “la libertad es un estorbo para la organización jerárquica”… Era el involuntario, aunque no por ello menos impúdico, “abrazo circular” de los extremos.
Por supuesto, en oposición a esos puntos de vista hubo otros (humanistas, socialdemócratas modernos, liberales ortodoxos, socialcristianos, etcétera) que se decantaron por un enfoque que tiene como epicentro a la libertad individual frente al Estado y sus órganos coercitivos o paternalistas (limitación o ampliación), y conforme a ellos se es de izquierda o de derecha en función de qué tanto se apruebe o no la “intervención” de estos últimos en la vida social o personal. Esta interpretación, extendida luego a la actividad económica y al laborantismo político y de las ideas, es en muchos sentidos la base filosófica y funcional de las democracias liberales occidentales en su versión clásica: la izquierda se inclina hacia la “necesaria” intervención estatal; la derecha abomina de ella. Es fácil colegir que, muy en el fondo, las discrepancias están relacionadas con cuestiones relativas al mantenimiento del “orden establecido” o su modificación.
Desde las postrimerías del siglo XX, sin embargo, y a caballo de las nuevas realidades planetarias (fiasco del comunismo, mundo unipolar, globalización, librecomercio, era digital, sociedad de la información, declive del neoliberalismo, etcétera), una nueva interpretación se desarrolló sobre todo en Europa: la que considera que los conceptos de derecha e izquierda en política carecen de temporalidad e historicidad, y que por ello más bien están vinculados a los asuntos que preocupan al ser humano mas allá del innegable sustrato de ambición que subyace en la naturaleza humana y de la apetencia natural de lucro que funge como motor de la maquinaria económica de la sociedad: los derechistas, arrimados a estos últimos, aplauden con delirio los tangibles avances materiales de la sociedad y aupan el “funcionamiento orgánico libre” de las instituciones sin parar mientes en sus efectos “colaterales” sobre los grupos sociales vulnerables o marginales; los izquierdistas, con los ojos puestos en en estos últimos efectos, evalúan críticamente la realidad y promueven cambios asistencialistas en dirección a la gente y se empeñan en generar nuevos derechos y libertades.
Se es, pues, de derecha, conforme a la más nueva de las concepciones sobre los conceptos de marras, si se tiene la visión clásica del funcionamiento de la sociedad basada en la tradición histórica y en la naturaleza (individualista, depredadora y ambiciosa) del ser humano y, en el entendido de que siempre habrá miseria y gente pobre (imputables a la falta de voluntad y esfuerzo de esta última y no al Estado ni a la forma en que se distribuyen los recursos), ésta marcha en general “como debería caminar” si los agentes económicos pueden actuar libremente en un mercado con las menores regulaciones posibles. Es la antiquísima tendencia de pensamiento y acción que considera que la iniciativa privada es la fuente absoluta y única de progreso de toda sociedad, y que todo debe operar (y sacrificarse si es necesario) en su provecho, incluyendo al Estado y al mismo Dios. Derecha, por eso, sigue siendo sinónimo de fidelidad a las tradiciones sociales, al “estado de cosas” y a la “realidad real” del ser humano.
A la inversa, se es de izquierda si se tiene una visión crítica y transformadora de la sociedad (sin importar la ideología ni el partido) y se considera que si bien el ser humano es prisionero de la citada naturaleza individualista, depredadora y ambiciosa (heredada de su ancestral vida animal), la principal tarea del “espíritu” de la civilización consiste en morigerarla haciendo de aquel un individuo más sociable, respetuoso de su entorno, justo y solidario sin sacrificar su libertad ni su innata energía motriz egocéntrica pero progresista. En este sentido, se hace necesaria la intervención del Estado para “superar” aquellos instintos salvajes y, al mismo tiempo, para regular aspectos de la vida en sociedad (como la educación o la salud) que sólo pueden ser realmente eficientes y equitativos en la medida en que no sean dirigidos únicamente por el afan de lucro. Izquierda, por eso, sigue siendo sinónimo de tendencia a la emancipación social, al cambio estructural y a la promoción de las aspiraciones futuras del ser humano.
¿Es válido, pues, afirmar que los conceptos de derecha y de izquierda “ya no se usan” o que “son obsoletos”? Es obio que la respuesta correcta a esta interrogante puede variar en función del nivel de reflexión y matización de pensamiento que se tenga, pero lo cierto y comprobable es que en la actividad banderiza del mundo de hoy tales conceptos sólo están proscritos en los Estados Unidos (donde sólo los revive la extrema derecha cuando conviene a sus designios) y en algunos lugares de América Latina y de Asia (precisamente donde no ha habido tradición de usarlos o donde la ignorancia y el indiferentismo dominan la actividad partidarista), y se reseñan de manera cotidiana con toda naturalidad justamente en las naciones en las que se ha alcanzado mayor grado de civilización humanística (Europa y algunas latitudes asiáticas) o en las que los pueblos han dado notaciones de ciertos niveles de empoderamiento político y social (América del Sur y dos o tres paises de África).
De manera, pues, que a diferencia de lo que cree alguna gente, los conceptos de derecha e izquierda no han muerto ni han caído en desuso (independientemente de que haya lugares en donde nuncan hayan existido o donde el rentismo, el clientelismo y el pancismo los hayan desterrado) sino que han evolucionado en la misma medida en que lo ha hecho la humanidad en los últimos tres decenios: conservan su fundamento primitivo, pero designan e involucran nuevas realidades, nuevos protagonistas y nuevos tópicos. Una cosa es que usted no los use por razones de conveniencia o les tenga miedo o fobia (o que en algunas sociedades, como la nuestra, no se mencionen o no se entiendan bien), y otra es la realidad operante del mundo político actual. Por ello, sostener que los conceptos de derecha e izquierda “ya no se usan” o que “son obsoletos” es una consideración farisaica e insostenible aunque se formule con aire y acento de pragmatismo posmoderno.
Más aún: la tesis que entraña semejante afirmación no sólo refleja ausencia de referencias culturales y escaso conocimiento de las realidades políticas del siglo XXI (acaso porque se tiene una visión localista o demasiado “práctica” del quehacer politológico) sino que también explica en muchos sentidos (dada la preeminencia que sus postulantes han tenido en la formulación de las estrategias electorales de nuestros líderes políticos) el sesgo de fanatismo, utilitarismo, infecundia y frivolidad que acusa el partidarismo en una parte de América Latina y, muy especialmente, en esta República Dominicana de nuestros amores y dolores.
Es verdad que los tontos somos muchos y que la cultura está hoy arrodillada por el espectáculo (trigo y circo, nada nuevo, por cierto), pero, por favor, no nos sigan metiendo de contrabando esa dogmática posmoderna que se parapeta taimadamente detrás del pancismo y la minusvalidez intelectual… La suerte es que los enemas ya no son obligatorios sino opcionales.
*El autor es abogado y profesor [email protected]