En ruta a su casa, Aribaldes se detuvo a comprar unos víveres, ya salcochados para llevar, en un establecimiento de ambiente típico, muy ordenado y concurrido. Un cartel decía «Víveres del Campo».
En la fila le antecedía un delgado señor, corto de estatura y entrado en años, con las marcas del tiempo y del trabajo bien labradas en su piel de aspecto casi metálico…
—Este negocio ha sido buena idea y despachan rápido –comentó el caballero.
—Todo lo que haga rendir el peso y tenga calidad, bienvenido sea. Usted luce bien duro todavía. ¿Fueron los víveres?
—En parte. Y una vida de trabajo “del bravo”. Ahora van más ligero.—Usted debe estar hoy bien desahogado.
—¡Qué va! Tengo una pensión de cinco mil pesos mensuales que no alcanza para nada. Mis hijos me alivian, los que salieron buenos. Y ya usted sabe, para enfermarse es mejor morirse. Sale más barato.
—Pero, por simple curiosidad, si trabajó toda su vida, ¿cómo terminó así? ¿Se lo bebió, se lo jugó, lo botó en juergas? El juego y las mujeres son como un agujero negro en los bolsillos.
—Hice de todo un poco, aparte de criar mi familia. Fui guardia en los 50 cuando Trujillo. Trabajé en fincas, entre los 60 y 70 haciendo de todo.
Luego en dos factorías en una zona franca en los 80. Y de seguridad a partir de allí, hasta que me pensionaron.
—Más de cuarenta años de trabajo ¿Entonces?
—Nunca hice de nada lujoso. No me rendían los cuartos, en ningún tiempo. Nada… Sólo mucho trabajo y poco dinero. Como a fin de cuentas le dije a mi último patrón: «No trabajé con usted para mí, sino con usted para usted».
—O sea, ¿su trabajo siempre benefició más a los patronos que a usted?
—Soy la muestra. ¿No cree?
—Se nota, para ser sincero.
Llegaron al final de la fila donde las ágiles despachadoras esperaban.Un sencillo 'hasta luego' y cada quien a su cotidianidad.