Se
acerca noviembre con su carrusel melancólico de abecedarios. Después de haber
vivido nos quedan los recuerdos y poco más. Todo parece despoblarse. Los
caminos permanecen en silencio. El sol apenas brilla, se le ve sin fuerzas. Las
noches se alargan y la nostalgia se apodera de nosotros.
Tras las hojas caídas
se levantan los aromáticos crisantemos con su pensativo lenguaje. Nos traen materialidades
habitadas; vidas que fueron, y hoy ya no son. Efectivamente, ellos son nuestra historia,
nuestra razón de existir, la realidad que nos aproxima a las sombras de la
expiración. En esta estación de túnicas dolientes, que forman y conforman el
undécimo y penúltimo mes del año, todo parece confundirse y enredarse,
marchitarse y desflorar. A pesar de esta globalizada congoja, convertida en
vicio en ocasiones, nos quedan tantos espacios por descubrir, que las fuerzas
se nos derrumban. Tenemos que salir de nosotros para hallarnos fuertes y, así,
poder envolvernos de otras esencias, para experimentar nuevos andares y
advertir una visión más liberadora. Sabemos que el amor nos transforma, que la
humildad nos engrandece, y que tras la
tristeza y la soledad, siempre está el gozo de vivir aunque nos pese como una
losa en el corazón.
Personas centradas en la lógica de la fe cristiana,
como Santa Teresa, nos legaron la mejor receta para sentirnos albor, más allá
de la vida, al rubricar: "vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que
muero porque no muero". Ella vive fuera de sí, y tiene el valor de fiarse
(y de confiarse) a la luz del creador, que todo lo vence, hasta la propia
sombra de la muerte. También otros ciudadanos, de corrientes distintas, han
buscado en la muerte un reposo absoluto, o el de otorgarle la importancia
precisa en la medida en que nos hace despertar sobre el valor de nuestra
existencia, o suscribir un signo de igualdad ("diferentes en la vida, los
hombres son semejantes en la muerte". Lao-Tsé, filósofo chino). Realmente,
son muchos los enfoques injertados por nuestros predecesores hacia esta
aventura que llamamos vida. Mientras caminamos por acá, y cuando dejamos de
ser, ya inmortalizados por el recuerdo, surge algo que nos espera a todos, el olvido.
Por eso, la presencia de los fallecidos en nuestro camino es nuestra propia
memoria. Mal que nos pese, nacer no es más que comenzar a morir.
Con el recuerdo a los
progenitores se inicia el mes de los muertos y el de los santos, que lo son en
nosotros. Un tiempo que, en buena parte del planeta, sabe a peregrinación
espiritual, a reencuentro con la eternidad; a concurrencia de gozos y
esperanzas, de angustias y dolores. Ciertamente, cohabitan otras muertes en
vida, como la de tantos seres indefensos que son maltratados, que nos llenan de
desconsuelo y por los que habría que luchar antes que el trance final les
alcance para siempre. Por tanto, es tiempo de evocaciones, pero también es el
momento de alzar la voz por los que aún sobreviven en continuo terror. A
quienes se nos fueron un día, digámosles que nunca los olvidaremos, pero a los
que están con nosotros malviviendo, digámosles también que cuentan con nuestro
apoyo, que forman parte de nuestra vida
y que estamos para ayudarles. Por desgracia, los tiempos actuales son propicios
más para la muerte que para la vida, a pesar de los muchos avances científicos.
El ser humano es cada día menos respetado. Cuesta entender, pues, que sigamos degradando
la civilización humana y no veamos la manera de salir de este endiosado desorden.
Bajo esta situación no hay que extrañarse de que el ser humano, se encuentre
desnutrido de valores y con una fuerte carga de ansiedad en la búsqueda de
esperanza.
En
el mundo cristiano, -como ya dije-, noviembre
es el tiempo del pensamiento de los santos, y del pensamiento hacia los que un
día nos dejaron. Todo esto, sin duda, nos invita a meditar sobre esta vida
mortal, sobre el preludio de lo que somos y sobre lo que podemos ser, sobre
nuestra caducidad en esta morada y sobre la fascinante escena de lo perpetuo. A
pesar de tantos sufrimientos y vicisitudes que nos hemos generado unos a otros,
pienso, que debemos expresar nuestro reconocimiento por la vida, por la hondura
de poder vivir y por la belleza de vivir, por ser moradores y sobrevivientes de
un planeta inmenso, con las maravillas de la naturaleza puestas al servicio de
toda la humanidad. Por otra parte, soy de los que me digo que no basta con
pensar en la muerte por estos días, sino que se debe tener siempre presente,
para que nuestra vida se haga más fecunda, y por ende, más respetable. Siempre
es bueno volver los ojos al interior de uno y ver con la mirada del corazón
nuestro modo y manera de vivir. Quizás no valoremos la vida en su justa medida
y nos dejemos habitar por los senderos del egoísmo. Nadie vive solo. Ninguno es
eterno. Conviene vivir considerando que se ha de morir más pronto que tarde,
que todos