Por Luis R. Decamps R. (*)
A pesar de que cierto periodista dominicano de antigua data (probablemente debido a su proverbial aspereza de verbo, su altivez profesional mal disimulada y sus vehementes inclinaciones políticas) se refiere a una parte de ellos despectivamente como “desaguaderos”, los diarios digitales (aquí, allá, acullá y allende los mares) constituyen en estos momentos la más accesible, libre y penetrante de todas las instancias de expresión y difusión del pensamiento.
La afirmación alcanza legitimidad no sólo en la notoria apertura y singular diversidad de las páginas de los medios en referencia (sin precedentes en la historia de la comunicación masiva) sino también en el hecho (todavía más relevante y de mayor incidencia social) de que permiten a sus lectores interactuar (entre ellos, con los directivos del medio o con los escritores de opinión) y compartir reflexiones en voz, palabra o imagen (con o sin identificación personal) desde cualquier espacio o latitud del planeta.
Ciertamente, en la actualidad no hay nada más abierto, plural e influyente que un medio calificado y bien valorado con presencia en la Internet, independientemente de las pretensiones de seguidores y adversarios, de las reglas de comunicación que adopten sus dirigentes, de la tendencia de pensamiento que predomine entre estos últimos y hasta de los deseos de las autoridades públicas y los grupos privados de presión.
Más aún: todavía existiendo en sus editores determinado propósito normativo o de regulación, es casi imposible refrenar o coartar las opiniones, y si por casualidad se logra hacerlo con base en el uso de los mecanismos de “delete” o bloqueo que permiten las modernas tecnologías informáticas, el resultado podría terminar siendo catastrófico desde el punto de vista periodístic la idea amordazada se desliza hacia otros canales de difusión y el medio censurador queda en riesgo de languidecer y morir por falta de albedrío e interactividad.
Lo otro, naturalmente, es el dinamismo (con las proyecciones fácticas que les son consustanciales) de su existencia como órganos de información: su conexión global nos brinda la invaluable oportunidad de conocer casi al instante (lo que dura la señal a través de la red según la velocidad contratada) cualquier acontecimiento o hecho noticioso sin importar el lugar del país o del mundo en que se haya producido, y por ello nos ofrece la sensación de que somos parte de una gran comunidad de comunicadores y, de algún modo, nos hace pensar que hemos adquirido, en adición a la que dicen nuestros documentos de identidad, la ciudadanía planetaria.
En suma, la existencia de la prensa digital ha entrañado (y alguna gente no lo ha notado o no ha querido enterarse de ello) una verdadera revolución libertaria en el terreno de la expresión y la difusión del pensamiento human por primera vez en la historia lo que se escribe o publica puede en algún momento evadir o rebelarse contra el constreñimiento del editor mediático, se propaga por el orbe con muy escasas limitaciones (desbordando las fronteras de los Estados, las nacionalidades y las creencias, y en ocasiones hasta la de los idiomas) y la gente sencilla tiene acceso al órgano sin intermediarios, de viva voz y en tiempo real.
Confieso que aunque comencé a escribir artículos de opinión hace muchos años (primero en periódicos juveniles o alternativos y, luego, sucesivamente, en los diarios El Sol, La Noticia y Última Hora), nunca me había sentido más leído y mejor situado ante la opinión pública que ahora (cuando por voluntad propia sólo escribo para publicaciones digitales), al margen de las reacciones (algunas veces ácidas, poco tolerantes o carentes de fundamento) de algunos lectores convertidos en modernos "foristas".
La verdad es que, in importar el sesgo del comentario, siempre me siento bien cuando mis trabajos son objeto de alguna interactividad (los aplausos o la ausencia de señalamientos adversos no se avienen mucho con mi espíritu crítico), y pese a que no respondo ni siquiera las acusaciones personales (me resisto a darle beligerancia a los maledicentes y a los difamadores), nunca dejo de leer las reacciones de los lectores, aún las peores pensadas o escritas y las más insultantes o embusteras.
Es imposible no reparar, desde luego, en que muchos de esos comentarios lucen harto sesgados políticamente y, todavía más, que algunos son productos directos y “en vivo” de estímulos financieros estatales (individuos “de número” de nóminas y nominillas, beneficiarios de programas sociales, empleados públicos, contratistas, alabarderos de oficio, etcétera) o hijos de los fanatismos más diversos, pero como vivimos en una sociedad formalmente libre no por ello merecen ser purgados o ignorados: eso es parte de la democracia, y siempre la libre expresión de las ideas será mejor que cualquier tipo de censura no moral.
Por lo demás, seamos honestos: como ya se insinuado, la mayoría de esos comentarios, estemos o no de acuerdo con ellos y a despecho de los que consciente o inconscientemente toman el turbio derrotero del dicterio o la maledicencia, configuran y tipifican un laudable ejercicio de libertad de expresión y difusión del pensamiento que muchísimas veces revela la inteligencia innata y el avispamiento repentista del dominicano, rematados en múltiples ocasiones con una gran dosis de sarcasmo o divertidos efluvios de humor negro.
Al suscrito, en particular, le pueden arrancar sonrisas desde los seudónimos (unos manidos pero otros muy creativos) tras los que se esconden algunos lectores hasta las “correcciones” o “precisiones” (muchas pedestres, pero otras muy agudas) que espetan algunos militantes políticos con aires de semidioses, y aunque -como ya se ha dicho- no puedo en absoluto compartir los insultos ni los maximalismos de opinión, gozo un mundo con las increíbles imputaciones que se les hacen a los autores de los artículos publicados (casi siempre situadas a diez años luz de la realidad).
En mi caso, por ejemplo, me río de buena gana con los comentarios de un lector que inopinadamente me atribuye ser un "cuadro del PPH" (grupo al parecer inmortal y con el don de la ubicuidad total que su propio fundador declaró liquidado hace casi dos lustros, pero que alguna gente se lo encuentra todavía "hasta en la sopa") y formar parte de la “nomenclatura” del PRD, consideraciones ambas enteramente falsas: todo el que me conoce sabe que si bien me considero un militante critico del perredeismo, no fui nunca directivo de aquel grupo interno y, desde hace más de quince años, no ocupo ninguna posición jerárquica dentro de la estructura partidaria.
Asimismo, disfruto un montón los reiterados dardos que me lanza otro lector (fervoroso defensor del doctor Leonel Fernández) que -entre otras cosas- me atribuye ser docente o estar nombrado en la UASD y no trabajar (lo que por desventura no es cierto en absolut nunca he sido empleado ni profesor de esa institución académica), o ser “canchanchán” del ex rector doctor Franklyn García Fermín, un viejo amigo y compañero (ambos vivíamos en el Ensanche La Fe en nuestros años mozos y fuimos dirigentes estudiantiles en la misma época aunque militamos en grupos diferentes) a quien tengo más de diez años que no veo ni saludo (no lo visité o llamé ni siquiera cuando era la máxima autoridad uasdiana) pese a que le profeso particular afecto.
Otro “forista” (que comenta desde la ciudad de Nueva York con un seudónimo que parece extraído de una película de guerreros extraterrestres y luce menos conceptuoso que los anteriores) invariablemente cuestiona de manera acerba, intolerante e irrespetuosa mis escritos con duras y cortantes frases de descalificación personal o política (solo recuerdo una ocasión en la que coincidió conmigo a propósito de un trabajo de temática histórica), y me causa mucha gracia porque a pesar de que hace constantes llamados a que “no hagan caso” a lo que escribo bajo el inteligentísimo y nunca bien alabado alegato de que no soy más que una “rata pepehachista” y un "perredealengo", tengo la impresión de que es uno de mis lectores más asiduos.
Pero el comentarista que aparenta más despistado de todos es uno cuyas invectivas contra las ideas que vierto en los artículos que escribo se fundamentan en mi presunta familiaridad con el licenciado Hatuey De Camps Jiménez (a quien parece tenerle una animadversión rayana en el odio), y digo esto porque entre el distinguido líder del PRSD y el suscrito no existe parentesco oficialmente establecido, hasta tal punto que cualquier observador atento podría reparar en que nuestros apellidos, aunque poseen un origen histórico y geográfico común, ni siquiera son los mismos: uno se escribe con todas las letras juntas (conforme a su original grafía franco-belga) y el otro (siguiendo una tradición literal catalana) con las dos primeras separadas de las restantes y continuando con una mayúscula.
Por supuesto, igualmente me siento muy cómodo y satisfecho con los comentarios de los lectores respetuosos, sobrios y bien informados (compartan o no mis puntos de vista: esto es lo de menos) no sólo porque demuestran que entre quienes me hacen el honor de darle seguimiento a lo que escribo hay muchas personas con las que eventualmente se podría establecer un debate racional y constructivo sino también porque son prueba inequívoca de que no todo en el país es ignorancia, politiquería, pancismo o chercha.
(De todas maneras, insisto, unos y otros -aunque obviamente más los segundos que los primeros-, en lo que tiene que ver específicamente con la República Dominicana desempeñan, a sabiendas o sin estar enterados, un valioso rol en las tareas dirigidas a la defensa, la preservación y la promoción de la libertad de expresión y difusión del pensamiento, y reflejan con exactitud casi aritmética la realidad de nuestra sociedad y nuestra gente: con todo y ese desnivel cultural y cívico hemos de saber que, como enunciaba el nombre del desaparecido programa televisivo de una prestigiosa comunicadora,“somos así y así somos” cuando se trata de opinar).
Tal es la Internet, con sus virtudes, sus defectos y sus amaneramientos. Así son los diarios digitales, con su dinamismo informativo, sus aciertos libertarios y sus relativos descontroles de opinión. Esos son los lectores, con su raciocinio, su fanatismo verbal, su generosidad o su intolerancia. Se puede ser devoto o crítico de todo ello, entenderlo o no, darle uso o desecharlo, pero tres cosas parecen estar claras en estos momentos: encarnan el espíritu individualista y abierto de la posmodernidad, vinieron para quedarse por largo rato y, sobre todo, nos hacen cada vez menos bucólicos y más cosmopolitas en un mundo definitivamente convertido, como profetizara McLuhan, en una verdadera “aldea global”.
(*) El autor es abogado y profesor [email protected]