El proceso de evolución de los pueblos y comunidades de nuestro país está revestido, en algunos casos, de interesantes matices en los que vale la pena profundizar, en la intención de entender los caprichosos motivos que inducen los azares del destino y su conexión con resonantes pasajes históricos y socioeconómicos de importancia capital para la República Dominicana.
En el caso que nos ocupa, nos interesa resaltar el protagónico papel desempeñado por José Cabrera -un destacado militar de las guerras de independencia y la Restauración-, la encomiable labor ejecutada por el intelectual Rafael Díaz Niese, en beneficio de las artes y las letras dominicanas y el punto de coincidencia de ambos, de cara al proceso de formación histórica y desarrollo socioeconómico y cultural del Municipio de Loma de Cabrera, su gente y sus comunidades de base.
Como ente social que nació en 1810 y creció en el seno del hogar conformado por sus padres, Agustín Cabrera y Juliana Gómez, una familia humilde de la Línea Noroeste -tierra vibrante, de ardiente sol, llanuras y montañas-, el joven José Cabrera se vio envuelto en las jornadas libertarias, en momentos en que el sentir patriótico demandaba la integración de los mejores hombres, a lo largo del territorio, en aras de la consecución de una República Dominicana independiente y soberana.
Con el logro de la instalación de la República, en 1844, se reintegra a las labores agrícolas y la ganadería en terrenos de Sabaneta y, luego de varios años de apacible calma, mientras se encontraba fuera del país recibe con dolor la infausta noticia de que la Nación había sido anexionada a España en 1861, por parte de Pedro Santana y otros malos dominicanos que no confiaban en la capacidad de la patria de enrumbarse con sus propios medios en busca de un mejor destino.
Se enrola en la expedición encabezada por el patricio Francisco del Rosario Sánchez, que penetró al país por territorio haitiano en Junio de ese año, en razón de su dominio pleno de la zona fronteriza dominicana y su relación directa con Santiago Rodríguez, a la sazón Alcalde de Sabaneta, quien simpatizaba con los aprestos revolucionarios. Tras sobrevivir al fatal desenlace de este intento nacionalista se escondió por unos meses en Haití y en abril de 1862 regresó al país, buscando refugio en las lomas y serranías de la Cordillera Central cercanas a la frontera, entre Dajabón y Restauración.
Parapetado en atalayas de difícil acceso para el enemigo se dedicó a hostilizar a los miembros del ejército anexionista y sus representantes locales, al tiempo que redoblaba los contactos con otros conjurados de la causa libertaria que operaban en las comunidades y poblados cercanos, a la espera del momento propicio del desencadenamiento de un movimiento revolucionario más compacto que propiciase el rescate de la soberanía.
Con el estallido de la Sublevación de Sabaneta, en Febrero de 1863, participó junto a Lucas Evangelista de Peña en la toma de Guayubín; No obstante, al sobrevenir el sofocamiento de esta revuelta y producirse el apresamiento o muerte de los principales conjurados, una parte de los sobrevivientes regresó tras sus pasos, de vuelta al territorio solidario de Haití, seguidos de cerca por el implacable Coronel Juan Campillo, quien comandaba el ejército español desplegado en Santiago y todo el noroeste dominicano. Perseguido hasta las lomas de David –actual Capotillo- pudo burlar al enemigo y se parapetó, nueva vez, en la escabrosa zona que conocía al dedillo, para entablar, desde entonces, una feroz, agresiva e inagotable cruzada en contra de los enemigos de la Patria, acción en la que era secundado por Gume Fortuna, Pablo Reyes y otros activistas locales.
De tal suerte, la vasta región de la frontera dominico-haitiana en donde se encuentran situados los cerros Chacuey, Las Mercedes, Juan Calvo, Capotillo, Alto de la Paloma y otras elevaciones de relativa altitud y difícil accesibilidad devino en convertirse en refugio inexpugnable desde donde los patriotas dominicanos mantenían en constante asedio a las tropas enemigas, contando con el apoyo solidario de los campesinos residentes en la zona, quienes les suministraban alimentos, facilitaban el trasiego de pertrechos y municiones y les mantenían al tanto de las operaciones encaminadas por el gobierno.
Mientras esto sucedía, la llama de la libertad se extendía como reguero de pólvora por todo el ámbito nacional y en el territorio de la hermana República de Haití, Santiago Rodríguez, Benito Monción y otros valiosos prohombres de la causa nacionalista apuraban los pasos, reclutaban prosélitos y almacenaban pertrechos para dar inicio a la que habría de ser la jornada decisiva en rescate de la soberanía. El 16 de Agosto de 1863, en el Cerro Capotillo, vibró en los cielos la trompeta de la redención y con su alegre repicar, un puñado de valientes dio inicio a una feroz y aguerrida contienda que solo habría de finalizar, menos de dos años después, con la salida de territorio dominicano del último soldado invasor, en julio de 1865.
José Cabrera fue uno de aquellos catorce colosos que dieron inicio a la Guerra de la Restauración y a todo lo largo del desarrollo de esa epopeya dio repetidas muestras del coraje, abnegación y apego a los ideales nacionalistas que servía de estímulo a los revolucionarios. Como muestra, es oportuno mencionar su participación en la enconada persecución a que fue sometido el odiado Brigadier español Manuel Buceta, mientras se dirigía en escape desde el territorio de la Línea Noroeste hasta Santiago tras el desbande de sus tropas, así como las acciones heroicas llevadas a cabo en Guayubín, Sabaneta, Santiago, Manzanillo, Monte Cristi y otros escenarios bélicos, en el transcurso de la contienda.
En atención a sus múltiples méritos fue nombrado como Comandante de Armas de Dajabón, por el Gobierno Restaurador. Durante la Dictadura de los Seis Años de Buenaventura Báez (1868 – 1874), se pronunció, junto a Gregorio Luperón, en contra de los aprestos por anexionar a Estados Unidos la bahía de Samaná y como parte de dicho levantamiento dirigió la ocupación temporal de Sabaneta. Esta asonada nacionalista fracasó en sus objetivos iniciales, pero se mantuvo latente en el sentir del pueblo, gracias al sostenimiento de una efectiva guerra de guerrillas desplegada en contra de los efectivos gobiernistas en toda la zona fronteriza y otros puntos del país. El revuelo contribuyó a echar por la borda estos aprestos antinacionales y a desacreditar al gobierno entreguista de Báez.
Hasta el fin de sus días, en Marzo de 1884, José Cabrera mantuvo su inalterable condición de guerrillero y soldado nacionalista dotado de un profundo apego a los nobles principios que pautaron su duro trajinar en la vida pública. Una tumba –humilde como lo fue su vida- del cementerio de Monte Cristi acogió sus restos; y allí reposan, a la espera del reconocimiento de la Patria agradecida y la veneración de sus compueblanos.
A tono con estas aspiraciones fue bautizada con su nombre la población de Loma de Cabrera, cabecera del municipio del mismo nombre en la provincia Dajabón, en justa recordación al lugar y las serranías que sirvieron de escenario a numerosos episodios de luchas y afanes en la vida de este abnegado hombre noroestano.
De igual manera, una vía céntrica y el liceo secundario de la citada localidad fueron designados con su nombre y, más recientemente, aprovechando la celebración de los festejos en conmemoración del 150 Aniversario de la Guerra de la Restauración (1863-2013), la Comisión Permanente de Efemérides Patrias (CPEP), dependiente del Ministerio de Cultura, procedió a instalar un vistoso busto en homenaje al gallardo general restaurador, en un lugar destacado de la población.
El 1ro. De Mayo de 1897 nació en la ciudad costera de Puerto Plata Rafael Díaz Niese, hijo de Rafael Díaz (dominicano) y la alemana Dolores Niese. Gracias a la holgada condición económica que disfrutaba su familia pudo recibir una esmerada formación educativa. De tal suerte, realizó sus primeros estudios en Santiago y a temprana edad se trasladó a España, donde acudió a clases de pintura en Barcelona y Madrid. Más adelante, se doctoró en Medicina y Filosofía, en la Universidad de La Sorbona (París, Francia), con especialidad en Siquiatría. Completó su formación académica e intelectual en Núremberg –Alemania- y en Bruselas –Bélgica- y realizó viajes de placer por diferentes lugares del mundo, lo que le permitió compenetrarse con lenguajes y dialectos hasta convertirse en un destacado políglota que dominaba más de 9 idiomas.
Tras su regreso a la patria, en 1939, desarrolla todo un movimiento cultural y social que revolucionó el quehacer de la taciturna intelectualidad criolla que, en ese entonces, sobrevivía apenas, acogotada por los efectos de la censura decretada por la dictadura trujillista.
Asumió la Cátedra de Historia del Arte, en la Universidad de Santo Domingo y de manera concomitante inició una labor epistolar a través de la redacción de artículos de opinión y crítica de arte, para ser publicados en los periódicos La Nación, La Opinión y El Caribe así como enjundiosos ensayos especializados sobre temas de arqueología, música, arquitectura, filosofía, pintura y cultura general, los cuales estaban destinados a enriquecer las páginas de la prestigiosa publicación cultural Cuadernos Dominicanos de Cultura, de la que llegó a ser uno de sus directivos, junto a otros distinguidos intelectuales dominicanos.
A partir de su designación, en 1940, como Director de la recién creada Dirección Nacional de Bellas Artes, emprende una dinámica cruzada en pro de la expansión y democratización de las artes, para el conocimiento y disfrute de toda la colectividad. Esa denodada labor trajo como resultados la creación del Conservatorio Nacional de Música y Declamación, la Orquesta Sinfónica Nacional y la Escuela Elemental de Música, con extensiones en las principales comunidades fronterizas del país, tales como Enriquillo, Bánica, Dajabón, Neyba, Jimaní, El Cercado, La Descubierta, Restauración, Loma de Cabrera, Elías Piña y Hondo Valle.
Ejecutó novedosos programas de apoyo a estudiantes y artistas talentosos, promovió el otorgamiento de becas a alumnos de bajos recursos y les otorgó facilidades para el montaje de sus exposiciones pictóricas, tanto en el país como en el extranjero. Propició la creación de la Galería Nacional de Bellas Artes, a través de la adquisición de obras de los más reputados artistas del país, institucionalizó la realización de las Bienales Nacionales de Arte, a partir de 1942 y, entre otras cosas, dispuso sus mayores esfuerzos en pro de la modernización y expansión del antiguo Museo Nacional, convertido en la actualidad en Museo del Hombre Dominicano.
En adición a la estela luminosa que implantó en los medios culturales y la profunda influencia que dejó en el seno de la intelectualidad dominicana, fue autor de diversas publicaciones entre las que resalta La Alfarería indígena dominicana, Paul Válery, Un rostro de esfuerzo artístico, La vida itinerante, Notas sin importancia y El existencialismo de Jean Paul Sartre, así como los ensayos Las ruinas del Convento e Iglesia de San Francisco y La Catedral Primada de América, Tres Artistas Dominicanos, Notas sobre el Arte Actual, Un Lustro de Esfuerzo Artístico y Creación y Comprensión, entre otros.
Como parte de sus ejecutorias de estímulo al surgimiento de nuevos valores en las diferentes modalidades del arte, propició la realización de exposiciones ambulantes de pintura, dibujo y grabado que tenían por escenario las diferentes escuelas de arte y música establecidas bajo su iniciativa al frente de la Dirección de Bellas Artes.
Mientras dirigía uno de esos novedosos eventos visitó, por primera vez, la población de Loma de Cabrera. La impresión que recibió en esta pintoresca comunidad fronteriza enclavada entre montañas, con sus descollantes paisajes surrealistas, sus calles y viviendas impregnadas del incontaminado sabor pueblerino y con sus ríos de impetuosas y cristalinas aguas, le impactó de tal manera que quedó prendado para siempre de la población y sus gentes. A tal extremo que, en una repentina actitud, que solo tiene cabida y explicación en el ámbito de lo insondable, planteó en tono profético su soberana petición, como voluntad postrera, de ser enterrado en el cementerio de la citada localidad al llegar la hora de su muerte.
Tal vez intuía la cercana llegada del encuentro con la parca, puesto que el 14 de marzo de 1950 falleció en el Park East Hospital de la ciudad de Nueva York, víctima de una fatal dolencia que minó su resistencia hasta arrancarle la vida.
Arribando a los 53 años, con el espíritu lleno de vigor, en plena capacidad productiva y total dominio de sus facultades, Rafael Díaz Niese abandonó el mundo de los vivos, dejando a la posteridad una provechosa cosecha de logros en el plano cultural cuyos efectos gravitarán, por siempre, en los registros nacionales.
Sus restos fueron trasladados de vuelta al país, y en atención a su postrer pedido se procedió a darles cristiana sepultura, sin lujos ni ostentaciones, en una humilde fosa del cementerio de Loma de Cabrera, de cara a los enhiestos y erizados pinares del Cerro Chacuey.
Para quienes valoran las acciones nobles, encaminadas por seres de naturaleza superior, que son paradigmas de la humanidad, el curso de la vida de Rafael Díaz Niese, su profundo legado cultural y la contrastante humildad y sencillez de la tumba en donde reposan sus restos mortales constituye un claro ejemplo de lo que debe ser el comportamiento humano, alejado de la fatuidad y en plena convivencia y respeto con los demás componentes de la Creación.
En su memoria y homenaje, en el pueblecito que tanto le impresionó en vida, se dispuso la erección de un plantel escolar, que lleva su nombre. A su vez, el Municipio dispuso la asignación del nombre de este prestigioso intelectual dominicano a una modesta vía que empalma el cementerio y la escuela citada.
Nunca será suficiente el tributo que ofrendemos a la memoria de los hombres que lo dieron todo por nuestra Patria. Y esa veneración debe ser más consecuente y expresiva en personajes como José Cabrera y Rafael Díaz Niese, quienes, desde sus dimensiones particulares y cada cual en su momento, amaron de tal manera a esta región, que enlazaron sus vidas y sus recuerdos, para siempre, con el nombre del bucólico terruño de Loma de Cabrera.
En lo que a mi concierne, me sentiré gratamente complacido si, en lo adelante, las nuevas generaciones que calientan butacas en los planteles escolares de este pueblo, levantan la frente en alto y se empeñan con tesón en sus estudios, en aras de lograr su superación personal, orgullosos de conocer el descollante papel que jugaron esos dos paladines, defensores a capa y espada de los valores patrios y la cultura nacional.