<b>Las tragedias se
han vuelto cotidianas en nuestro diario de vida. Multitud de personas migrantes
mueren totalmente rechazadas. El drama migratorio se ha convertido en un
episodio verdaderamente cruel. Para muchos seres humanos la desesperación es
tan fuerte, que no importa levantar muros y alambradas, cualquier espacio
abierto a la esperanza, ya sea por mar, aire o tierra, les hace emprender una
difícil aventura, arriesgando hasta su propia vida. </b>
Les da igual morir, huyen
descorazonadamente en busca de otro horizonte más compasivo que no siempre
encuentran, porque realmente esta conciencia de mundo aún no se ha instalado en
la cultura humana. Por consiguiente, las restricciones de frontera a esa
movilidad innata, tienen poco sentido en un planeta globalizado.
A mi juicio, tampoco
se trata de poner cuotas a las olas migratorias, cada vez más frecuentes y
complejas, sino de abrirse a su asistencia y de colaborar, unos y otros, a que deje
de producirse el aislamiento. Al fin y al cabo, todos tenemos derecho a
sobreponernos a la adversidad y de tener una vida mejor. De ahí la importancia
de impedir que el mundo de los desamparados crezca, deambulen por las calles
sin una mano tendida, porque naturalmente no son las divisiones las que ponen
en peligro la convivencia, sino las legiones de marginados totalmente en abandono,
los que pueden dar al traste con la institucionalidad democrática, si sus
necesidades mínimas no son atendidas.
Indudablemente, no
son sociedades éticamente humanas, propias de un estado social y democrático de
derecho, cuando la opulencia de unos
pocos contrasta con la indigencia de la mayoría. Sin duda, hay que dar amparo a
todo este desamparo, que se produce de hecho a causa del incumplimiento, o del
inadecuado ejercicio de los deberes y derechos humanos. El día que la población
más desfavorecida halle verdadera justicia social en su hábitat, estoy
convencido que esta movilización de masas se reducirá, y tendremos un mundo más
estable, y desde luego, más equitativo y seguro. El aumento significativo del desempleo,
el menoscabo de perspectivas de subsistencia, la falta de acceso a una
protección social de mínimos, hace que la integración sea algo imposible.
Precisamente, en este mes de febrero (el día veinte) celebramos el día mundial
de la justicia social, y esto debiera ser motivo para recapacitar sobre la
creciente desigualdad que nos gobierna. Es el principal desabrigo. Unos lo
tienen todo y otros no tienen nada. ¿Para qué queremos, pues, tantas
instituciones y para qué tantas políticas formuladas?. Estudios recientes
hablan de un debilitamiento de la protección social y de un empeoramiento de
los servicios públicos, mientras asistimos desalentados a tanta crueldad
vertida. La tortura, la violación, el odio en definitiva, nos lleva a un
callejón sin salida, donde la falta de acción para atender las necesidades de
esa población desesperada, suele llegar tarde, mal y nunca.
Lo peor de todo
radica en acostumbrarnos a que este mundo trágico campee a sus anchas ante la
pasividad ciudadana o acabe con la vida de los desesperados. Multitud de
personas se sienten abandonadas por su propia especie, reconozcámoslo al menos.
No hay nada más inhumano que desatenderse o desentenderse del fondo de
humanidad que todos llevamos consigo. Nada de lo que le ocurra a una persona
nos debe resultar ajeno. Tenemos siempre que hacer algo, al menos por conciliar
modos y maneras de vivir, propiciando la solidaridad, la armonía y la igualdad
de oportunidades que todos nos merecemos por el hecho de haber nacido. Por
desgracia, la miseria y la desesperanza de algunos, la discriminación y la
negación de los derechos humanos continua siendo la gran asignatura pendiente
del mundo actual. Lamentablemente, son muchos los obstáculos por motivos de
género, edad, raza, etnia, religión, cultura o discapacidad. Además, por si
esto fuera poco, mientras las riquezas se acumulan con exceso en manos de unos
pocos, las masas trabajadoras quedan sometidas a unos ínfimos salarios, que nos
retornan a épocas pasadas en lugar de avanzar en la defensa de un trabajo digno
o de defender el derecho a la vivienda frente a una altiva crisis financiera,
dispuesta a hundir a la población más desfavorecida.
Por eso,
necesitamos el amparo de las instituciones sociales ante un desequilibrado
universo económico, donde la corrupción es un abecedario permanente en esta
tribu de adelantados sin escrúpulos, ante la impudicia de un trabajo indecente,
considerado como oferta laboral decente ante la perplejidad del que lo padece,
y de unos políticos que han optado por enriquecerse en lugar de servir. El
resultado de este interés por las finanzas para sí y los suyos, hace que el
diálogo social no exista, algo vital para el consenso, y que hoy es tan difícil
llevarlo a buen término. Hoy nadie dialoga con nadie, a no ser con los de su
misma cuerda política. Sobran, en consecuencia, mercaderes de salón y faltan
personas de mundo capaces de hacer que el desarrollo económico y el progreso
social vayan juntos y se acomoden mutuamente, de manera que todos los
ciudadanos tengan participación adecuada, o sea digna, en el aumento de la
riqueza del país. También quizás, nos sobren textos y buenas intenciones, puesto
que no pasamos de la letra, seguimos siendo familias dispersas, sin compromiso
humanitario ni vínculo de humanidad alguno, actuando más como lobos que como
corderos, sin tomar conciencia del destino común y del patrimonio de valores
que pertenecen a toda la familia humana. Si en verdad quisiéramos proteger al
ser humano, sea quien fuere y dondequiera que se encontrara, no estaríamos
hablando del desamparo y total abandono de muchos de nuestros semejantes.
Esta es la triste
realidad que se produce al abrigo de tantas mentiras sembradas. Odio al cinismo
tanto como a los parlanchines de pedestal, porque ambos parecen la misma cosa.
El día que en verdad reine la autenticidad y el ánimo en ese propósito, en
lugar del descaro y la desvergüenza, podremos ser optimistas. Por otra parte,
las instituciones son las que tienen que ser capaces de resolver los problemas
y de proteger a los ciudadanos, especialmente a los más desprotegidos.
Evidentemente, no se trata de competir unos organismos con otros, sino de
reforzar los distintos compromisos y actuar en conjunto. Lógicamente, un
profundo sentimiento de impotencia, frustración y desamparo se ataja trabajando
en favor de todo ser humano, reconociendo que la democracia, el desarrollo y el
respeto de los derechos humanos y las libertades son interdependientes y se
refuerzan mutuamente, y, asimismo, recordando que la comunidad internacional debe
tratar todos los derechos humanos en forma global y de manera justa, poniendo
especialmente énfasis en la igualdad. En efecto, es de justicia atender y
entender a todo ser humano. Y, en cualquier caso, es de una insensatez
manifiesta que el repudio cohabite en un mundo que el mismo ser humano ha
organizado para él y los de su misma especie.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
9 de febrero de 2014.-