<b>La
lucha contra los males sociales que nos afectan no puede ser un capítulo
exclusivo del Estado dominicano. Es un compromiso de todos, no importa quién
esté al mando ni mucho menos el color del partido que le corresponda
administrarlo.</b>
Somos
dados a pedir soluciones a los conflictos sociales, incluso a lanzar torpedos
verbales envenenados a la clase gobernante usando los medios de comunicación,
pero nunca nos involucramos de lleno en los operativos que diseñan los
gobiernos para combatir los males que nos aquejan. La principal trinchera para
esa tarea son los programas interactivos de la radio y la televisión. Se trata
de un nuevo estilo de hacer oposición. Le llamamos terrorismo mediático.
La
palabra Estado es un concepto político muy profundo por cuanto trata de una
forma de organización social soberana y coercitiva. Es el conjunto de las
instituciones que poseen la autoridad y la potestad para regular el
funcionamiento de la sociedad dentro de un territorio determinado.
Ciertamente,
el Estado es responsable de proteger a los ciudadanos. Así lo consagra la
Constitución de la República. También, tiene la obligación de dar las
facilidades para sobrevivir con dignidad en todas las manifestaciones de la
vida (alimento, educación, transporte, salud, seguridad pública y jurídica,
etc.), pero cuando se trata de corregir situaciones que se dan a lo interno de
la familia, necesariamente, no hay que satanizar al Estado, sino a los
verdaderos responsables de esa misión: los padres. Naturalmente, con esto no
estamos exonerando al Estado en esta tragedia social.
Una
cosa es que se tenga derecho a la crítica y otra es utilizar esa arma para
venderse políticamente. Si hay violencia, asesinatos, asaltos y violaciones por
doquier a las leyes de tránsito y otros reglamentos jurídicos, es porque
estamos en presencia de una descomposición acelerada de la sociedad, afectada
por una gama de factores (económico, político, judicial, incremento del
narcotráfico) que no hemos podido solucionar a pesar que avanzamos en otros
renglones, tales como las comunicaciones y las infraestructuras. Todos tenemos
culpa de lo que está pasando.
Llama
mucho la atención la forma cómo se han perdido los valores y principios a lo
interno de la familia. Los hijos no respetan a los padres ni a nadie y los
padres no cumplen con sus responsabilidades. La muestra la tenemos en la
cantidad de adolescentes de ambos sexos
que deambulan sin supervisión familiar por las calles haciendo travesuras y
entregados a la degustación de las drogas y el alcohol.
Los
hijos están atrapados entre el alto consumismo y la irresponsabilidad de la
clase política encargada de guiar a la nación por mejores senderos, entre la
depredación y ineficacia de los mecanismos jurídicos encargados de penalizar
los actos de corrupción, entre la escala creciente del narcotráfico y el afán
de la juventud por comprar ropa de marca, y otras cosas, sin tener a manos los
recursos. Esa es la razón por la cual tantos jóvenes están metidos en el negocio
de las drogas, convertidos en matones a sueldo, en consumidores de
estupefacientes, en mulas y en desertores de las escuelas públicas y las
universidades.
Frente
a este tenebroso escenario, asumimos la postura de los fanáticos, que acuden a
un parque a criticar las acciones de los jugadores y de los árbitros, pero se
reniegan a bajar al terreno de juego a desempeñar la labor de los jugadores y
arreglar las cosas que ellos entienden no se están haciendo bien. Siempre ha
sido una posición muy cómoda criticar desde las gradas. Ya es tiempo de que nos
lancemos al terreno de juego y asumamos responsabilidades comunes con los
actores encargados de velar por el saneamiento integral del país.
Un
factor que incide en este asunto es la peligrosa transformación que han sufrido
los poderes del Estado tras la inserción de nuevos actores en ese escenario. Ya
la política no se ve como una ciencia, sino como un medio y un fin para
alcanzar objetivos bien definidos, especialmente enriquecerse en forma ilícita.
Así, cada cuatro años de elecciones de medio término, una minoría aspira a un
puesto legislativo o a un cargo público para acumular fortuna en un período
relativamente corto, dejando a un lado los principios y el compromiso
contraídos con los electores de sus respectivas comunidades.
Otros
ciudadanos estudian leyes para timar a los clientes en componendas con ciertos
personajes encargados de administrar justicia. Pocos estudian una profesión por
vocación; ahora lo que se busca es una profesión que permita con poco sacrificio
insertarse en un mercado que garantice dinero rápido o un ascenso en el
escenario político para acumular poder y depredar al país.
A
este comentario agregamos a los teóricos mediáticos, esos que viven echando por
el suelo la honorabilidad de ciudadanos ejemplares (claro, hay muchos
ciudadanos charlatanes e irresponsables) en vez de unirse al pueblo en su lucha
contra los inadaptados sociales, los asesinos a sueldo, los mercenarios, los
atracadores, los comerciantes ladrones que a diario explotan a las amas de
casas vendiendo a sobreprecio los artículos de primera necesidad, y, en fin, a
aquellos que destruyen con droga las ilusiones y las purezas de nuestra
indefensa juventud.