A fuerza de la costumbre la descalificación y el
encasillamiento, adobados de los más crueles epítetos es pan cotidiano en el
debate de los temas de mayor trascendencia.
Algo buen por repetitivos son insultos que no se asumen a
pecho. Lo negativ degradan el debate, lo banalizan y lo fanatizan, dejando
muy poco espacio a la racionalidad.
El caso más notorio
ha sido el debate sobre la sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional, que
por una parte ha representado, para los que nos hemos identificado con esa
decisión y la hemos considerado como un instrumento importante para empezar a
subsanar el caos que representa la migración incontenida e ilegal de haitianos
a territorio dominicano, armarse de paciencia para soportar acusaciones como la
de racistas, xenófobos, genocidas civiles, anti haitianos, ultraderechistas,
inhumanos, insensibles, entre otras descalificaciones, mientras que los que se
colocaron al otro lado de la acera, celebrantes y auspiciadores de censuras
internacionales contra la República Dominicana, se les ha denominado como vende
patria y traidores. Esas diatribas no contribuyen en nada a la edificación de
la opinión pública.
Esa misma suerte ha tomado el debate sobre la reforma del
código laboral, iniciativa que se ha emprendido con unos objetivos que han sido
objeto de una gran manipulación.
De lo que se trata es de adaptar la legislación laboral a
los cambios que ha experimentado la economía dominicana en los últimos 23 años,
que ha apostado por la apertura y la competitividad, además de crear mejores
condiciones para la generación de empleos formales, pero sesgos ideológicos de
los tiempos de la guerra fría y un populismo desbordado conducen esa reforma a
un estrepitoso fracaso.
Hay quienes todavía creen que la explotación del hombre por
el hombre es la causa de los males de la sociedad y hablan del empresariado como
en los tiempos de las clases antagónicas, cuando el concepto se ha
democratizado tanto que muchos de los que opinan son también empresarios, que
es un término referido hoy más que a la posesión de maquinarias y capital, a la
capacidad de emprender, acción para la que se requiere de estímulos.
Hace tiempo que los principales beneficiarios de los que está
vigente en República Dominicana son oficinas de abogados que esquilman al
trabajador y quiebran al emprendedor, pero decirlo es colocarse del lado de los
poderosos, como los son los propietarios de una pequeña farmacia, de un colmado
o un almacén que no pueden depositar el duplo de una sentencia para poderla
recurrir.
Y ni se diga del tema de Loma Miranda, porque solo hay dos
lados, el de los defensores del medio ambiente y los vendidos a la empresa que
haría la explotación.
De una mañana a la tarde se descubrió que era una reserva acuífera, un
área protegida desconocida por todos los especialistas de medio ambiente que
asesoraron las discusiones de las leyes de protección ambiental de los últimos
veinte años.
Tratando de procurar el supuesto bienestar del país se le
conduce a un callejón sin salida, el desconocimiento de una concesión y la
vulneración de una propiedad privada que tendrá consecuencias nefastas.
Lo apropiado sería una actuación cuidadosa y despojada de
chantaje, pero nadie quiere arriesgar popularidad, ni los que gobiernan ni los
que opinan, y un país que se conduzca de esa forma tiene que contentarse con ir
de mal en peor.
¿Seguir la corriente
o cumplir con su responsabilidad? Apuesto a lo racional.