Cosette Alvarez: Comentaba con un amigo, no solamente sobre el estilo tan lejano al ejercicio político como se concibe, sino sobre los incalculables -por evidentemente alucinantes- gastos de un conocido en común durante su candidatura a miembro del comité central del partido de gobierno, sabiendo, como sabemos que no ha heredado fortuna; que, como profesional, por muy bien que le vaya, no puede dar para tanto; y, que el puesto que tiene en el gobierno no es un ministerio, ni una dirección general, ni una dirección nacional, ni se trata de una oficina recaudadora, sino de servicios en principio gratuitos. Mi amigo dijo: “ése es el cuerpo del delito”. Y no es abogado. Ni yo.
Vivimos rodeados de cuerpos del delito; es más, somos cuerpos de delito. Sí, porque nada más revelador que nuestras condiciones de vida, todo lo que se nos niega, todo lo que se nos arrebata, todo lo que se nos conculca, con el único y exclusivo fin de engrosar las arcas de quienes llegaron al poder con hambre atrasada, con eso que ellos mismos una vez llamaron problemas de clase, sus vicios de pequeños burgueses pendientes de complacer, de saciar. Insaciables han resultado.
Temprano descubrieron que todo lo que necesitaban en la vida para subir social y económicamente era bajar políticamente, es decir, tirar sus escrúpulos al mismo precipicio al que nos lanzaron. No se puede rebatir el socorrido discurso de que “todos han hecho lo mismo”. Sin embargo, los peledeístas han alcanzado unos niveles insuperables. No basta haber leído las novelas más terribles sobre las maldades y perversiones de las que somos capaces los humanos cuando decidimos conseguir algo al precio que sea. No basta habernos enterado de las atrocidades de los regímenes que se han impuesto en diferentes países en diferentes momentos de la historia.
A los peledeístas, además, no les perturba en lo más mínimo convivir con sus respectivos cuerpos del delito. Ni en el último recoveco de sus conciencias hay espacio para una ligera sacudida de remordimientos, para un sustito pensando que un día se les pueda pasar factura. No. Hasta la más débil circunvolución de su cerebro está concentrada en su permanencia en el poder, en su ascenso, porque si con cualquier puestecito de nada les va tan bien, no quieren pensar que se les acabe la vida sin probar lo que se imaginan que debe ser mucho mejor, a lo que aspiran, con lo que sueñan.
Se desviven por alcanzar y superar a aquellos quienes, en épocas olvidadas, los habrían llenado de vergüenza e indignación. Se tienen a menos porque sus cuerpos del delito les lucen desnutridos comparados con los robustos cuerpos de delito de aquellos que están, a sus ojos, mejor colocados. Eso generó la desenfrenada campaña por los puestos del comité político. Entraron en ese círculo perverso en el que el poder genera dinero, pero el dinero no les sirve para nada sin poder. Y nosotros, sus agonizantes cuerpos del delito, financiándolos.