Hace diez años, concretamente el 1 de mayo de 2004, Europa se hacía más grande, más fuerte, se ampliaba de quince a veinticinco Estados miembros, con incrementos sucesivos a veintiocho, acrecentando de este modo un gran mercado único, lo que conlleva mayores oportunidades para todos, al construir puentes de unión y mejorar los intercambios entre países.
Es evidente que la unidad de un continente nos debe hacer más prósperos, debe mejorar la calidad de vida de las personas, y facilitar la reconciliación entre ciudadanos de diversas culturas. Dicho esto, conviene reflexionar sobre el grado de cumplimiento o incumplimiento de las líneas trazadas, sobre todo en relación al progreso social y el nivel de bienestar ciudadano, dentro de un concepto más amplio de libertad, de respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional.
Partiendo de esta integración europeísta, celebramos el 9 de mayo, como el día de Europa, jornada de paz y unidad. Sin embargo, la evocación de esta fecha, que tiene lugar desde 1985, a pesar de ser el único momento de conmemoración oficial en la Unión Europea, absurdamente se considera un tiempo laborable, mientras otras onomásticas nacionales sí son festivas. A mi juicio, estamos ante la primera contradicción de principios, puesto que si en verdad queremos fomentar el europeísmo hay que darle a la ceremonia la solemnidad de fiesta, por parte de todos los Estados miembros, con una equiparación igual a otros festejos patrióticos, por medio de la cual una nación simbólicamente adopta una cronología de gran significación para promover la unidad de todos sus ciudadanos. En todo caso, celebrar la cohesión de una Europa fuerte, unida y abierta, ha de ser un motivo de alegría inmensa, un referente que bien vale la pena vivirlo y asimilarlo.
No desdibujemos que lo que comenzó como una unión meramente económica ha evolucionado hasta convertirse en una organización política singular, preocupada por avivar el Estado de Derecho, y ocupada en temas que van desde el desarrollo hasta el medio ambiente. Ahora llega el momento de avanzar hacia una Europa de la convivencia, que defienda los derechos fundamentales de las personas más vulnerables. Quedarse en las palabras y no traspasar sus emociones de nada nos sirve. Es hora de actuaciones específicas, de rechazar el derrotismo, de levantarse y ver la manera de salir airosos de las dificultades. Quedarnos en la superficialidad de una unión económica y monetaria sería como desandar el camino recorrido hasta ahora. Para empezar, tenemos que aprender a querernos como ciudadanos de la unión, sólo así podremos debatir nuestras cuestiones más allá de una perspectiva de Estado o Estados poderosos, sino como una visión europeísta aglutinadora.
Ciertamente tenemos los recursos, la tecnología y la experiencia de estos últimos años, y aunque compartimos intereses comunes, los Estados miran más para sus propias instituciones estatales que para trabajar codo con codo con las instituciones europeas. Sin duda, hay que hacerlas más democráticas y aumentar su transparencia, con más participación ciudadana en el proceso político. De lo contrario, será difícil corregir los desequilibrios y reforzar una eficaz gobernanza europeísta. La gran contradicción europeísta no es que quede mucho por hacer, es que hay que cambiar actuaciones caprichosas, apostando decididamente por aumentar la legitimidad y la responsabilidad democráticas de la Unión, además de invertir mucho más en la dimensión social.
Europa no puede permitirse perder una generación de jóvenes que ni trabaja ni estudia, que ni se forma ni aprende. Sin duda, la clave radica en invertir mucho más en temas innovadores y formativos, de conocimientos e investigación, para defender con una sola voz un espacio donde no tengan cabida las exclusiones. Y, por consiguiente, a mi manera de ver es una buena noticia, que la Comisión haya instado a todos los Estados miembros a que instauren una garantía juvenil. Así se pretende garantizar que todos los jóvenes de hasta veinticinco años de edad reciban, en un plazo de cuatro meses desde el momento en que dejen la educación formal o se encuentren en desempleo, una buena oferta de empleo, formación permanente o un periodo de prácticas o de aprendizaje.
Por eso, pienso, que la evolución del continente europeo tiene que hacer hincapié en la idea de acogida, bajo el sustento de unidad cultural y valores comunes, invitando a la ciudadanía a sentirse protagonista del debate. Las persistentes contradicciones de las instituciones de la Unión Europea han hecho de la realidad un camino sin salida, que hoy exige importantes y transcendentales transformaciones encaminadas, principalmente, en dar respuesta al desempleo y a las consecuencias sociales de la crisis, a través de un crecimiento inteligente, sostenible e integrador. Indudablemente, tenemos que seguir proyectando nuestros valores e intereses colectivos más allá de nuestras fronteras estatales. Por otra parte, los países deben garantizar relaciones de buena vecindad y de cooperación, máxime cuando la solidaridad debe ser la guía para afrontar desafíos globales planetarios.
De ahí, la importancia de las próximas elecciones europeas 2014, a celebrar a finales de este mes de mayo, con la novedad de que a partir de ahora el Consejo Europeo, que reúne a los Jefes de Estado o de Gobierno en cumbres periódicas, deberá tener presente los resultados electorales para proponer al nuevo presidente de la Comisión, tal y como establece el Tratado de Lisboa. A continuación, la persona propuesta tendrá que recibir el respaldo mayoritario del Parlamento Europeo, única institución de la Unión elegida directamente por los ciudadanos. No me cabe duda que, con este naciente hecho, los ciudadanos van a estar un poco más directamente representados en la Unión.
Poder participar en la vida democrática europea, cuando menos debe entusiasmarnos para hacer un mundo más habitable, con la vista puesta no en consideraciones abstractas, sino en seres humanos precisos. La experiencia del desempleo en la juventud es una losa demasiado fuerte. Resulta muy complicado recuperar el hábito del trabajo, lo que nos lleva a una destrucción total de la persona. No podemos permitir que este círculo vicioso prosiga. Hay que dignificar al ser humano con un trabajo decente. La Europa de la diversidad parecía haberlo conseguido, pero tras el momento de crisis económica y financiera, que empezó en 2008, algunos ciudadanos han retrocedido a un ciclo de desesperación inenarrable. Las consecuencias han sido, (y aún lo son hoy), dramáticas para muchos de nuestros ciudadanos europeos, por lo que habrá que forjar con decisión nuevos objetivos de empleo, ser más coherentes con la voz ciudadana, y activar nuevos retos de trabajo conjunto. Todavía queda mucho por hacer; pero lo hecho, que no es poco, también permanece. No olvidemos que hace cien años íbamos ciegos hacia la hecatombe de la Gran Guerra.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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4 de mayo de 2014.-