Teodoro Petkoff, el legendario dirigente de izquierda y ex guerrillero venezolano que en las postrimerías del decenio de los sesenta de la pasada centuria se distanció de las ideas comunistas y propugnó el nacimiento de un socialismo no autoritario en América Latina.
Por Luis R. Decamps R. (*)
Teodoro Petkoff, el legendario dirigente de izquierda y ex guerrillero venezolano que en las postrimerías del decenio de los sesenta de la pasada centuria se distanció de las ideas comunistas y propugnó el nacimiento de un socialismo no autoritario en América Latina, nos recordó en el 2008, más en condición de periodista que en calidad de político, que la experiencia histórica ha demostrado que “una sociedad funciona bien cuando se rige por la vieja formulita socialdemócrata de tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario”.
La socialdemocracia, como se sabe, desde que apareció en su versión moderna (esto es, la del siglo XX, no la decimonónica kautskyana y luego leninista), se ha caracterizado por postular, en el marco de una régimen político de democracia electoral y libertades, un modelo de organización económica, social y cultural en el que prevalezca el interés común (tributado estatal o comunitariamente) sin sacrificar la iniciativa individual, la propiedad privada y el mercado verdaderamente libre (esto es, no manipulado por la avaricia de los agentes financieros y las grandes corporaciones).
Los planteamientos de la socialdemocracia moderna, bocetados tímidamente desde el último decenio del siglo XIX por Eduard Bernstein pero finalmente delineados en el Congreso fundacional de la Internacional Socialista de Frankfurt de 1951, en principio fueron considerados (en tanto constituían una propuesta de virtual impugnación de la entonces alucinante antinomia capitalismo-comunismo que alimentaba la racionalidad doctrinaria del partidismo de la época) quiméricos, ingenuos o simplemente hijos de la vacilación ideológica y la traición política.
Por supuesto, esas consideraciones críticas resultaban entonces consistentes con el hecho de que la doctrina socialdemócrata moderna, en virtud de los planteamientos reseñados, empezó a tomar distancia respecto de sus raíces marxistas clásicas (protagonizando una ruidosa ruptura que dividió los partidos de su estirpe a escala nacional y tuvo hondas repercusiones internacionales) y, paralelamente, se fue acercando a las formulaciones de la parte más avanzada y menos dogmática del pensamiento social de la iglesia y a las ideas de los reformadores económicos de occidente (tipo John Maynard Keynes, Joan Robinson, Richard Kahn o Luigi Ludovico) que perseguían una “humanización del capitalismo”.
Como ha de recordarse, la socialdemocracia moderna fue objeto de feroces ataques de sus contradictores de todos los colores políticos e ideológicos: desde la acusación de “revisionista” y “socialpacifista” (hecha por los leninistas y estalinistas de posguerra debido a la apuesta de aquella al retorno del olvidado humanismo del ideario socialista), pasando por la de “filocomunista” (formulada por la derecha política, el neofascismo y lo más granado del patronato conservador), hasta llegar a la imputación de “reaccionaria disfrazada de progresista” (lanzada por maoístas, trotskystas, castristas, guevaristas y otras denominaciones de revolucionarios de verbo en ristre).
No obstante, a casi sesenta años de haber tomado forma la apuesta socialdemócrata moderna, y luego de desmoronarse el estereotipo leninista-estalinista soviético que duró casi siete décadas (totalitario, burocrático, ineficiente y finalmente corrompido hasta la médula) y de la debacle del “capitalismo salvaje” que se nos impuso con el apelativo de “neoliberalismo” (patentizada en la crisis financiera mundial y en sus brutales inconsecuencias frente al ser humano común y corriente), el modelo que ella ha preconizado se mantiene vivo, fresco y fructificando, sobre todo porque ha significado (y significa) una seria esperanza de progreso, libertad y bienestar para la gente.
La verdad es, en puridad de hechos, que el devenir histórico reciente ha demostrado recurrentemente la superioridad del modelo socialdemócrata sobre los restantes, y no sólo porque en las latitudes en que ha prevalecido existen los más altos grados de inclusión social, los mejores índices de desarrollo humano en libertad y los más elevados estándares de vida social y económica, sino también porque -a pesar de la crisis mundial y de los errores y desviaciones de muchos de sus líderes- se ha mantenido funcional y en permanente evolución mientras los otros modelos, en ambos extremos, sufren constantes parálisis y caídas, llegando, en algunos casos, hasta a desaparecer.
Naturalmente, se está hablando aquí del modelo socialdemócrata de verdad (del que ha sido responsable de la edificación de sociedades paradigmáticas en Europa del Norte, de la erección de los grandes sistemas de seguridad social de Europa Central y del Sur, de la promoción de las viejas y las nuevas libertades en toda la ecúmene, o de los mayores y más exitosos procesos de cambios progresistas en América Latina, África y Asia sin recurrir a la dictadura política), no de las burdas caricaturas (simples motes, absurdos disfraces, mera retórica) que pululan actualmente en algunas de las naciones del Tercer Mundo.
Estamos aludiendo, se reitera, a la socialdemocracia que, erigida en poder político, ha invertido en la educación del ciudadano y en la salud pública, y ha auspiciado la iniciativa individual para la creatividad y la producción de bienes y servicios, estimulando el comercio y abriéndole las puertas a la inversión extranjera. Es decir, nos referimos a la socialdemocracia que acepta y promueve el libre mercado y los negocios privados, pero que no renuncia al rol del Estado como regulador social y promotor y garante del bienestar del individuo.
(Esa corriente de pensamiento y modelo de organización societal lo representa oficialmente en la República Dominicana el PRD en virtud de su membresía en la Internacional Socialista, pero es evidente que tiene mucho de mascarada: si bien es cierto que en su seno hay incontables dirigentes y militantes de ideología socialdemócrata -lo mismo que en el PLD, el PRSD, la Alianza País, la Alianza por la Democracia, el Movimiento Rebelde y otros partidos dominicanos, aunque no lo sepan o no lo quieran reconocer-, la entidad como tal y buena parte de su alto liderato se comportan, grupos aparte, unas veces como neoliberales y otras como demócrata-cristianos conservadores).
La humanidad, francamente, debería volver el rostro hacia esa socialdemocracia, y más en estos momentos en que su última apuesta, el modelo neoliberal (que no es más que el nombre nuevo del viejo conservadurismo antiestatista y antisolidario de Friedrich Hayek y sus discípulos), ha fracasado estrepitosamente en todas partes, ya fuese aupado por los tradicionales conmilitones de la “inteligencia” política capitalista y el “yuppismo” vampirino y “lobbista” de la “ideología del mercado”, o ya impulsado por los antiguos comunistas, socialdemócratas o socialcristianos que desde 1990 se echaron alborozadamente en brazos de los dictados del “Consenso de Washington”.
Y ello puede resultar mucho más necesario ahora, cuando las opciones frente al modelo neoliberal que se les están planteando a los pueblos son inaceptables por anticuadas, excluyentes o infecundas: en el mundo desarrollado las fórmulas extremas de la revivida derecha fundamentalista, y en el mundo no desarrollado el antiguo modelo populista- estatista con visos de providencialismo. Se trata, valga la insistencia, de plataformas ya conocidas, con puntuales y trágicas referencias en el pasado, y cuyos resultados, por eso mismo, todos conocemos de antemano: fracasarán porque son insostenibles política, moral, social o financieramente.
El camino sigue siendo, pues, la socialdemocracia, único referente ideológico de progreso humano, democracia verdadera y libertad económica que queda en el mundo convulso de nuestra época.
(*) El autor es abogado y profesor universitario.
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