Columnistas

El "vicio" del poder y la tentación totalitaria

Esa observación crítica, formulada por uno de los íntimos del Libertador casi al desgaire en una conversación doméstica, ciertamente involucró, a la par que una invectiva sin acritud ante la singular personalidad de éste..

Por Luis R. Decamps R. (*)

Gabriel García Márquez, en una de las novelas menos felices que parió su incomparable ingenio, puso en boca de uno de sus personajes -siguiendo la verdad histórica, pues éste tuvo existencia comprobada en la vida real- la más tremenda de las observaciones críticas que se le han hecho a Simón Bolívar entre nosotros desde el punto de vista de los “pecados originales” de los Estados latinoamericanos: la de que tenía el “vicio” de mandar.

(Se dice aquí “entre nosotros” porque, como se sabe, desde Europa se lanzaron denuestos de todo tipo contra el gran caraqueño en el sentido señalado, y hasta don Carlos Marx en su momento fue bastante ácido con él: lo presentó como un aventurero y un oportunista, acusándolo de haber traicionado a don Francisco de Miranda, pactar cobardemente con los adversarios, aprovecharse como un vividor de la ayuda extranjera, abandonar varias veces a sus soldados en batalla, autorizar el saqueo de múltiples ciudades, seducir y violar incontables mujeres, y únicamente haber luchado para satisfacer su ego y reclamar glorias y placeres mundanos).

Esa observación crítica, formulada por uno de los íntimos del Libertador casi al desgaire en una conversación doméstica, ciertamente involucró, a la par que una invectiva sin acritud ante la singular personalidad de éste, una grave aunque involuntaria imputación contra su personería histórica: lo colocó, en términos de estilo de dirección, al mismo nivel de los contemporáneos criollos con los que hubo de enfrentarse y, peor aún, como virtual precursor de los caudillos -liberales, conservadores o sin ideología- que dominarían la vida política de América Latina tras las victoriosas jornadas independentistas.

La recriminación, como ya se indicó, es más urticante y espinosa si se calibra desde el foco de mira de los las cojeras primigenias de los Estados que nacieron al sur del Río Bravo (acaso con la única excepción de Costa Rica): como es harto sabido, ese “vicio” era bastante abundante entre nuestros próceres y libertadores, y aunque no hay punto de comparación debido sobre todo a las realidades materiales y espirituales de cada época, es evidente que el mismo constituye todavía -debido a su aberrante omnipresencia- uno de los signos más ominosos del sistema político del subcontinente.

(Se hace la excepción de Costa Rica porque, como también es conocido, fue el lugar de América donde el colonialismo español se comportó de manera más tolerante y, además, porque el suyo fue el único pueblo latinoamericano que cuando decidió ser independiente, entre 1821 y 1823, llamó a un maestro de escuela -uno de verdad, sin referencias en la pólvora o en la manigua- para que ocupara la Primera Magistratura del Estado -el “ciudadano” don Juan Mora Fernández-, hechos que en buena medida determinarían la enraizada tendencia pacifista y civilista de los “ticos”).

En favor de Bolívar y sus pares se han esgrimido los argumentos de que el “vicio” de mandar lo heredaron de sus estamentos sociales de origen (en el caso específico del Libertador de su casta mantuana) y de que el verticalismo castrense era el único método efectivo de dirigir las agrestes tropas independentistas, pero nada de ello invalida las aprehensiones de conciencia ni exculpa su terrible legado histórico de reflejo: el “vicio” de mandar es el “vicio” del poder, es decir, el hábito de ejercer la autoridad -a veces para bien, pero generalmente para mal- desde una perspectiva autoritaria y excluyente que en la inteligencia del líder y sus acólitos tiene una “racionalidad” ridícula: nadie más sabe hacerlo bien y, debido a sus condiciones personales o a los dictados de la providencia, aquel es una figura única, infalible, irrepetible e irreemplazable.

Naturalmente, detrás de la grandilocuencia epopéyica en la que normalmente se parapeta ese “vicio” (“Su Alteza Serenísima”, “El Pacificador”, “El Supremo”, “Caudillo de España por la Gracias de Dios”, “Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva”, etcétera) hay una secuela de vasallaje, sumisión e indignidad (que puede tocar a gente bien intencionada, a beneficiarios económicos o políticos, a individuos sin ideas ni personalidad, y a turiferarios y lambiscones de toda laya), unas veces disfrazada de disciplina y otras de autoridad legítima, que siempre comporta miedo al poder, manipulación de las necesidades existenciales, represión de las ideas, apremios corporales, consignas mentirosas, violencia moral y, en los últimos tiempos, control mediático.

En nuestra América el “vicio” parece sus raíces institucionales más lejanas en el choque de civilizaciones del siglo XV: el colonialismo, en general, se impuso a fuego, sangre y evangelio, y cuando después de varios siglos de mando político con muy pocas grietas empezaron a escucharse las trompetas de la libertad, su respuesta fue aferrarse casi demencialmente al mismo: si bien la resistencia a la independencia estuvo regenteada política y militarmente por las metrópolis, en los hechos fue encarnada por grupos privilegiados de inmigrantes europeos y criollos cuneros que estaban acostumbrados a ejercer la autoridad sin dramáticas contestaciones internas.

En ocasiones la postura de aferrarse a las posesiones ultramarinas o al poder dentro de éstas desbordaba toda lógica política, resultaba económicamente poco provechosa o no era emocionalmente saludable, pero el añejo “vicio” de mandar se imponía: este fue el caso, por ejemplo, de los pasmosos meandros que tomó la dinámica histórica en la colonia española de Santo Domingo durante el período comprendido entre la denominada “Guerra de Reconquista (1808- 1809) y la Independencia Nacional (1844): sucesivamente fue francesa, española “boba”, “haitiana española”, haitiana y finalmente dominicana. En los casos del colonialismo europeo y el imperialismo haitiano, éstos siempre contaron con “su” comparsa vernácula, integrada principalmente por “corchos” y fantoches del mando político y económico.

Sin embargo, como ya se comentó con el caso de Bolívar, la formación de los Estados nacionales en América Latina -en lo que podría considerarse una “vuelta de tuerca” histórica- también estuvo bajo la influencia del “vicio” de mandar, pues los promotores de la independencia fueron, en general, criollos cultos y de buena posición económica, es decir, miembros de los sectores tradicionalmente dominantes o individuos formados a la sombra de éstos (inclusive en Haití, donde el elemento esclavo desempeñó un rol tan decisivo): si bien abundaban los capitanes sin fortuna, no hay un sólo prócer mayor de América que fuera pobre de solemnidad al momento de encabezar la acción libertaria.

Naturalmente, se faltaría a la verdad si se afirmara que todos los grandes patricios latinoamericanos tenían el “vicio” de mandar (Juan Pablo Duarte, entre nosotros, o José de San Martín, en Sudamérica, son muestras en contrario, y no so los únicos), pero sí hay un hecho enteramente documentado: la mayoría no resistió la tentación (magistrados civiles, grandes humanistas y exquisitos poetas incluidos) de terciarse el rango de “general”, y los que no lo hicieron, con raras excepciones, fueron preteridos por rudos conductores de tropas o déspotas ilustrados que terminaron liquidando las proclamas civilistas originales e imponiendo la autoridad marcial como norma de dirección de la cosa pública.

Muy diferente había sido la situación en la parte norte del continente ocupada por inmigrantes anglosajones: la hazaña fundacional de los Estados Unidos que arrancó en 1776 tuvo otras características doctrinarias, políticas y prácticas, pues mientras entre nosotros ocurría lo reseñado en párrafos anteriores, en la lucha por la independencia de las colonias de Norteamérica hubo una clara distinción entre los jefes militares y los líderes civiles, y aunque el primer presidente fue un individuo con experiencia militar (George Washington) la autoridad de éstos últimos siempre ha sido indiscutible y preponderante hasta nuestros días: un soldado activo no puede ejercer el mando del Ejecutivo.

Por supuesto, no puede olvidarse que los ejércitos liberadores originales de latinoamérica eran en realidad mesnadas de harapientos y ásperos hombres de campo (peones, criados, esclavos, caporales, libertos, etcétera) que seguían a sus patronos y capataces, y el de las colonias inglesas de Norteamericana estaba integrado fundamentalmente por aldeanos, veteranos castrenses, mercenarios, combatientes de solidaridad y sirvientes pagados. En el caso de los primeros obviamente era muy difícil que un orador civil o un pensador político alcanzara suficiente autoridad, lo que parece ser el origen fáctico del menudeo de rangos militares -una desconcertante cantidad de coroneles y generales que nos dura hasta hoy- que caracterizó la época.

La historia de América Latina ha sido pródiga en gobiernos de fuerza y dictaduras civiles o militares: desde México hasta la Tierra del Fuego, incluyendo las islas centrales o adyacentes, el signo ominoso del “vicio” del poder ha estado permanentemente presente, unas veces como abierta o embozada aspiración de continuismo y otras como tiranía de variopinto pelaje y estridente retórica política (ha habido desde autócratas ultramontanos de gestos amanerados hasta gorilas militares “socialistas”), y todavía hoy, en pleno siglo XXI, la tentación totalitaria asoma peligrosamente su cabeza de Medusa por múltiples lugares de la región.

La cuestión es que entre los latinoamericanos, a diferencia de lo que acontece en los países del mundo en los que hay regímenes estables de libertades, parece existir una alucinante tendencia hacia la ruptura y el estropicio: cuando la democracia presenta fallas o deficiencias no tratamos de procurarle soluciones con base en “más democracia” (esto es, tratando de corregir lo que no funciona y desarrollar y perfeccionar la racionalidad y los mecanismos institucionales del sistema) sino que extrañamente tendemos a decantarnos por sustituirla con un régimen “menos débil”, de “mano dura” o sencillamente restrictivo de las prerrogativas ciudadanas y los derechos humanos.

(Lo otro, naturalmente, es lo que está en el sustrato de semejante postura: la ausencia de conciencia histórica, la falta de cultura cívica, la ovejuna fidelidad partidista, el pelelismo interesado y el deslumbramiento clientelar de importantes contingentes de las bases de la sociedad, todos para uno y uno para todos, forman la costra de sumisión que necesitan los “viciosos” del poder y los filototalitarios para moldear y hacer realidad sus designios. En la práctica, éstos se aprovechan taimadamente -porque pudieran hacer lo contrario si lo quisieran- de la relación de vasallaje político-económico que se establece a partir de aquellas aberraciones de conducta colectiva y terminan convirtiéndolas en la más consistente armadura del continuismo y la tiranía).

Aquel “vicio” de mandar que se le imputaba al Libertador en el siglo XIX (convertido en “ley de costumbre” por muchos civiles y militares renuentes a descender de las alturas del poder) y la siempre en ciernes tentación totalitaria (esa propensión a creerse “insustituible” y a solucionar cualquier carencia social o crisis institucional con el instrumental de la dictadura y desconociendo las libertades y los derechos adquiridos), que han operado habitualmente de manera coligada, pudieran explicar bastante la circularidad del devenir latinoamericano: ciclos que parecen repetirse una y otra vez (a veces como caricaturas, pero siempre abarcando ideas, circunstancias y personajes) y problemas e insuficiencias que nunca se superan de manera satisfactoria.

La Historia -verdadera nodriza del saber político- ha demostrado insistentemente que la panacea no ha estado nunca ni está ahora en los referidos amaneramientos autoritarios: la solución invariable y permanente siempre será, como se ha insinuado, “más democracia” y, con ésta, más educación, más recursos logísticos priorizados, más cultura de la legalidad y más institucionalidad.

(*) El autor es abogado y profesor universitario
lrdecampsr@hotmail.com

Yamilé Tapia

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