Es verdad. Era el rey de Macondo. Su prosa es tan rica y plástica –tan deslumbrante- que parece contener todas las palabras del diccionario.
Por Enrique Krauze
Los funerales de García Márquez en México parecieron extraídos de uno de sus relatos más famosos: Los funerales de la Mamá grande. A lo largo de varias horas, bajo la lluvia, decenas de miles de personas desfi laron ante la urna que contenía las cenizas del más famoso, leído y querido de sus escritores. Adentro del Palacio de Bellas Artes se escuchaban desde danzas rumanas de Bela Bartok hasta alegres cumbias y vallenatos. Afuera, una nube de 380 mil mariposas amarillas de papel de China, traídas desde Colombia, revoloteaba en el aire. Porras, gritos, consignas y cánticos. Un anciano portaba un letrero: “Gabo, te veré en el cielo”. Un niño comentó: “Vengo a ver al rey de Macondo”.
Es verdad. Era el rey de Macondo. Su prosa es tan rica y plástica –tan deslumbrante- que parece contener todas las palabras del diccionario. Incontables críticos de todas las altitudes se rindieron, con razón, ante el extraordinario poder y la magia de sus novelas y cuentos. Sus alusiones poéticas y esa inagotable capacidad –específi – ca suya- de crear personajes, lograron unir fantasía y realidad de una forma tan natural y completa que el lector se ve constantemente impelido a aceptar nuevas versiones del mundo.
Pero para mí y para otros latinoamericanos, una defi ciencia moral ensombrece sus inmensos logros literarios: me refi ero a su larga e íntima amistad con Fidel Castro y (lo que es mucho más importante) su imperturbable aceptación de los peores abusos del régimen cubano. Todo dictador, desde Creón en adelante, es una victima”, escribió García Márquez. Quizá lo creía. Aunque su fascinación casi erótica por el dictador (no sólo con el caudillo) está refl ejada en sus novelas, en particular en El otoño del patriarca (1975), no fue sino hasta ese mismo año cuando comenzó a cimentar realmente su ansiado vínculo personal con Castro. En tres famosos reportajes titulados “Cuba de cabo a rabo”, García Márquez vio “el sistema de comunicación casi telepática” que Fidel había establecido con la gente. “Su mirada delataba la debilidad recóndita de su corazón infantil […] ha sobrevivido intacto a la corrosión insidiosa y feroz del poder cotidiano, a su pesadumbre secreta […] ha dispuesto todo un sistema defensivo contra el culto a la personalidad”.
Gracias a los discursos de Fidel –escribió- “el pueblo cubano es uno de los mejores informados del mundo sobre la realidad propia”. Pero cuando Alan Riding le preguntó: ¿Por qué, si viajaba tanto a La Habana, no se establecía allí?, contestó: “Sería muy difícil para mí llegar ahora y adaptarme a las condiciones. Extrañaría demasiadas cosas. No podría vivir con la falta de información.” Las contradicciones no lo desvelaban.
“No hay ninguna contradicción entre ser rico y ser revolucionario –declaraba García Márquez– siempre que se sea sincero como revolucionario y no se sea sincero como rico.” Quizá lo creía. Cuando le fue asignada una casa en Siboney, en mar y tierra dieron inicio sus largas travesías culinarias con Fidel. “Hablábamos de literatura”, solía decir Gabo. Su plato preferido era “Langosta a la Macondo”, y el de Fidel Castro, un “Consomé de tortuga”. (La comparación con la cartilla de racionamiento vigente desde marzo de 1962 puede ser, quizá, ilustrativa: siete libras de arroz y treinta onzas de frijoles, cinco libras de azúcar, media libra de aceite, cuatrocientos gramos de pastas, diez huevos, una libra de pollo congelado).
A quienes lo interpelaban sobre su servilismo con Castro (Vargas Llosa lo llamó “el lacayo de Fidel”) García Márquez argumentaba que, para él, la amistad era un valor supremo. Lo era, quizá, pero había jerarquías. García Márquez vivía en Cuba en 1989, cuando ocurrió el sonado y turbio juicio contra el general de división Arnaldo Ochoa y los hermanos Antonio (Tony) y Patricio de la Guardia, bajo el cargo de narcotrafi cantes y traidores a la Revolución. Segura de la amistad íntima de García Márquez con su padre (Tony), Ileana de la Guardia le imploró interceder con Castro para salvarlo. No sólo no lo hizo. Según testimonio recogido por la propia Ileana, antes de salir a Paris García Márquez asistió “a una parte del juicio, junto con Fidel y Raúl, detrás del ‘gran espejo’ del recinto de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Cubanas”.
En marzo de 2003, Castro reeditó los juicios de Moscú contra 78 disidentes condenándolos a penas de entre doce y veintisiete años de cárcel. (Uno de ellos fue acusado de poseer “una grabadora Sony”.) Acto seguido, ordenó ejecutar a tres muchachos que querían huir de Cuba en un lanchón. Ante el crimen, Susan Sontag confrontó a García Márquez: “Es el gran escritor de este país y lo admiro mucho, pero es imperdonable que no se haya pronunciado frente a las últimas medidas del régimen cubano.” Tras un leve titubeo, García Márquez declaró reiteró un viejo argumento: “No podría calcular la cantidad de presos, de disidentes y conspiradores, que he ayudado, en absoluto silencio, a salir de la cárcel o a emigrar de Cuba en no menos de veinte años.”
¿“Absoluto silencio” o complicidad absoluta? ¿Por qué los habría ayudado García Márquez a salir de Cuba si no es porque consideraba injusto su encarcelamiento? Y si lo consideraba injusto (tanto como para abogar por ellos), ¿por qué siguió respaldando públicamente a un régimen que cometía esas injusticias? ¿No hubiera sido más valioso denunciar públicamente el injusto encarcelamiento de esos “presos, disidentes y conspiradores” y así contribuir a acabar con el sistema de prisiones políticas cubano?
Gabriel García Márquez no fue un escritor de torre de marfi l: declaró muchas veces estar orgulloso de su ofi cio de periodista, promovió el periodismo y dijo que el reportaje es un género literario que “puede ser no sólo igual a la vida sino más aún: mejor que la vida. Puede ser igual a un cuento o una novela con la única diferencia –sagrada e inviolable– de que la novela y el cuento admiten la fantasía sin límites pero el reportaje tiene que ser verdad hasta la última coma”. ¿Cómo conciliar esta declaración de la moral periodística con su propio ocultamiento de la verdad en Cuba, a pesar de tener acceso privilegiado a la información interna?
Hace años escribí que la prodigiosa literatura de García Márquez sobrevivirá a las extrañas fi delidades del hombre que la concibió. Pero pensé también que hubiese sido un acto de justicia poética -en el otoño de su vida y el cenit de su gloria- debió deslindarse de Fidel Castro, debió poner su prestigio al servicio de la transición democrática en Cuba. No ocurrió y quizá ni siquiera concibió hacerlo. Acaso era un milagro excesivo aún para el creador de tantos prodigios. Y así debemos resignarnos a la imagen de un autor cuya fascinación por el poder y la dictadura arroja una sombra indigna de su inmensa hazaña literaria.
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