En las discusiones sobre la temática político-constitucional nunca será ocioso comenzar recordando el manido aserto de que la democracia, si bien de manufactura histórica griega, es realmente el régimen político del capitalismo…
Por Luis R. Decamps R. (*)
La figura sustantiva de la “no reelección” tal y como se encuentra consagrada en la Constitución dominicana del 26 de enero de 2010, si se examina sin las anteojeras del partidarismo militante, podría ser considerada una engañifa tanto desde el punto de vista de la lógica institucional del quehacer político como desde la atalaya más extensiva y trascendental de la racionalidad del Estado democrático.
La figura de marras modificó el régimen precedente en atención -como en tantas otras ocasiones- a intereses esencialmente coyunturales, y se encuentra establecida en el artículo 124 del citado texto constitucional en los siguientes términos: “El Poder Ejecutivo se ejerce por el o la Presidente de la República, quien será elegido cada cuatro años por voto directo y no podrá ser electo para el período constitucional siguiente”.
Aunque la denominación no es exacta ni se ajusta a la verdad histórica (existe desde el siglo XIX), ese tipo de régimen ha sido identificado en América Latina como el “modelo chileno del siglo XX”, y obviamente entre nosotros se esgrime en oposición a las viejas preceptivas que permitían la reelección indefinida (Constitución del 29 de noviembre de 1966), la prohibían en términos absolutos (Constitución del 14 de agosto de 1994), o la sujetaban a un único período sucesivo (Constitución del 25 de julio 2002).
(Hay que llamar la atención sobre el fenómeno reseñado en el párrafo que precede: la Constitución de 1966 establecía el “modelo europeo clásico”; la de 1994 contenía una variante del “modelo mexicano”; la de 2002 consagraba el “modelo estadounidense”; y la de 2010 fija el “modelo chileno”. O sea: en 44 años hemos experimentado con variopintos prototipos y, ¡vaya por Dios!, aún seguimos debatiendo el tema. Si esto no es un récord, por lo menos debe ser un buen “average” de tremendismo político).
En las discusiones sobre la temática político-constitucional nunca será ocioso comenzar recordando el manido aserto de que la democracia, si bien de manufactura histórica griega, es realmente el régimen político del capitalismo (de origen burgués, signo antiabsolutista y proyecciones liberales), y en tal virtud reivindica en el plano de la dinámica socio-política y del funcionamiento de las instituciones del Estado la soberanía popular (por oposición a la monárquica de origen divino y a la aristocrática basada en los apellidos o en las tradiciones y en las posesiones) y la prevalencia de una determina suma de libertades humanas.
En otras palabras: la democracia, en tanto régimen político, es primordialmente el ejercicio de la soberanía por parte del pueblo (como expresión de lo que Rousseau llamaba “la voluntad general”) y de la libertad (que se desgaja en una pluralidad de prerrogativas y avanza sistemáticamente en el tiempo creando derechos) por parte de los individuos, y si nos atenemos a la realidad operante las normativas constitucionales que prohíben la reelección presidencial -pese a que han sido ideadas para tratar de hacer mas racional y pulcro ese ejercicio- constituyen una restricción al mismo.
No obstante, y obviando cualquier otra consideración crítica en el sentido apuntado, es necesario reconocer que semejante limitación al ejercicio de la soberanía y de la libertad de elección por parte de la gente es históricamente legítima y necesaria, sobre todo porque deviene un dique para la prepotencia, la codicia y la corrupción: es decir, es un mal menor frente a lo que ciertamente ha significado la reelección en muchos países y en determinadas épocas en lo atinente a retroceso institucional y putrefacción social.
Ahora bien, hay que repetir por enésima vez que el antireeleccionismo no ha sido nunca ni es un principio del constitucionalismo social ni del activismo institucional pluralista (carece de fundamento doctrinario sostenible, de valor moral distintivo, de sentido de la equidad política y de vocación normativa inmutable en tanto forma de pensar y actuar) sino que es una opción de coyuntura: vale decir, una postura -evaluable y variable- frente a la “temporalidad” del ejercicio del poder político dentro de la democracia liberal.
A tono con esas consideraciones, este humildísimo escribidor ha expresado abiertamente su oposición al antireeleccionismo puro y simple, y sin desconocer la validez coyuntural de las apuestas en contrario del pensamiento liberal dominicano de los siglos XIX y XX (comprensibles y defendibles en su escenario histórico) se ha pronunciado a favor del establecimiento del “sistema estadounidense”: el que permite una única reelección y garantiza la “pensión política” irreversible de los líderes y estadistas.
(Se da por descontado que, dada la conocida inclinación política de quien escribe, el lector entenderá que las presentes glosas se sitúan al margen de los planes reeleccionistas que se gestan en la actual administración, y no sólo porque ya habían sido expuestas en anteriores trabajos académicos o de opinión sino, además, porque esos planes carecen de factibilidad por el momento debido a que tienen ante sí por lo menos dos tremendos escollos: la prohibición constitucional y una vigorosa oposición interna en el PLD).
Cimentado en esa razón, fundamentalmente, el suscrito no sólo estuvo de acuerdo con el fondo de la reforma del 22 de julio de 2002 (que estableció el “sistema estadounidense”, pero con dos pecados capitales de origen: su inoportunidad y su propósito bastardo) sino que se opuso, en este punto y en otros de no menor importancia para el sistema democrático, a la del 26 de enero de 2010 (que prohibió la reelección presidencial sucesiva al tiempo que dejó abiertas las puertas a la reelección no sucesiva pero eterna).
(En lo concerniente a la “reforma de Hipólito”, talvez sea necesaria una analogía: así como la vieja preceptiva legal bastardizaba a los hijos nacidos fuera del matrimonio y ello no era impedimento para que la mayoría de éstos resultaran a la postre excelentes ciudadanos y padres de familia, detrás del carácter “políticamente incorrecto” de aquella existían virtudes doctrinales y apuestas institucionales viables a la luz tanto de las necesidades formativas de nuestro Estado como de las mejores tradiciones del Derecho Constitucional).
La reforma del año 2010 -y hay que decirlo con claridad- implicó, en lo atinente al tema de la reelección, un retroceso con respecto a la del 2002, pues con una falta de visión histórica pasmosa consagró de manera transaccional en la Carta Magna nuestra inmadurez institucional y santificó indirectamente los aparatos políticos clientelares, dándole cancha amplia (al borrar los límites en el tiempo que imponen las leyes naturales del retiro) a la definitiva resurrección de una tipología de líderes que se creía superada: la de aquellos cuyo carácter neoprovidencialista o seudomesiánico se desnuda en una muy repetida consigna: “¡Fulano: sin ti se hunde este país!”.
Tal reforma, en los hechos, reestableció un régimen de elección presidencial que, al eternizar los liderazgos partidistas, troncha la posibilidad de advenimiento de los relevos poniéndolos a competir con un pasado inmediato que tiende a deformar la conciencia individual con la pinza típica de la “realpolitik”: tiene su base social en los que fueron sus privilegiados y -a partir de la falsa pero fascinante creencia de que “todo pasado siempre fue mejor”- confunde, seduce y aliena a unas generaciones ignaras que solo conocen el presente.
Igualmente, ese régimen presidencial facilita las contrarreformas (para revertir avances obtenidos en la víspera) y termina colocando a la nación en una escalada continua de rupturas institucionales, sesgos programáticos y retornos a las agendas del ayer: como se sabe, cada político que vuelve al poder desea iniciar su nuevo mandato en el “punto de trabajo” en que dejó el anterior, abandonando los proyectos y obras de su predecesor y, subsecuentemente, liquidando los planes nacionales a largo plazo y quebrando la “continuidad” del Estado.
En suma: con la reforma del 2010 opera el postulado nietzscheano del “eterno retorno”, que permite que el pasado siempre se cierna amenazadoramente sobre el presente, impidiéndole a la sociedad superar ideas, estilos, modelos y valores políticos anacrónicos y desfasados, y -como ya se ha dicho- reavivando periódicamente el aparato clientelar de partidos y liderazgos. Este sistema del “eterno retorno”, tal cual se puede colegir de un examen objetivo de su aplicación histórica, ha hecho más daño que la propia reelección indefinida, pues tiende a paralizar la iniciativa individual por conducto del paternalismo estatal o partidario, y yugula las tendencias críticas y las energías renovadoras de la nación.
Por lo demás, en nuestro caso el asunto es aún más peliagudo si prescindimos de los eufemismos conceptuales y las quimeras fácticas: la simple verdad es que el mencionado artículo 124 no prohíbe la reelección propiamente dicha. En realidad, lo que proscribe es la elección sucesiva. Esto es: la reelección (reelegir literalmente significa “volver a elegir” o “elegir otra vez”) sí existe, pero luego de pasar un período constitucional, por lo cual en puridad de hechos no está prohibida sino que no está permitida de manera continua. En consecuencia, se trata de una interdicción ilusoria.
(¿Qué “prohibición” de la reelección es esa que le permite regresar cada dos períodos al que ya fue presidente mientras vida tenga y su aparato de clientela se lo permita? Por más esfuerzos que se haga para asumir una percepción comprensiva o un juicio contrario, lo cierto es que la “no reelección” dominicana parece una engañifa constitucional, una estafa político-institucional, una maniobra mañosa atribuible -por comisión u omisión- a los redactores del texto constitucional y a los legisladores revisores, pues en todo caso lo que existe es una tolerancia sesgada. La reiteración es, pues, válida: el régimen presidencial nuestro no es verdaderamente antireeleccionista).
En otro orden de reflexión, no se debe olvidar que el nudo argumental de los partidarios del sistema de elección presidencial vigente parte de una idea insostenible: que permitir la reelección por un sólo período estimula y facilita el uso y abuso de los recursos públicos, constituyéndose en caldo de cultivo del continuismo y, eventualmente, del totalitarismo. Tal argumento, en efecto, ignora dos cosas fundamentales: por un lado, esa posibilidad (llena de certidumbre y harto comprobada en nuestro devenir) puede y debe ser encarada con una legislación que penalice drásticamente tales prácticas (es asunto de voluntad política); y por el otro lado, es falso que su eliminación garantice plenamente que tales eventos no se produzcan.
Esa última aseveración, en especial, quedó ejemplificada en la elección en el año 2012 del licenciado Danilo Medina: no estaba en juego la reelección presidencial y, sin embargo, hubo un uso tan abusivo de los recursos públicos que el país terminó con el déficit fiscal mas escandaloso de toda su historia. ¿Moraleja? Si de lo que se trata es de evitar el uso de los recursos del Estado, no basta con eliminar la posibilidad de reelección presidencial: habría que prohibir asimismo la de los partidos (o sea: que uno no pueda repetir dos períodos en el gobierno), y obviamente eso, además de que sería un atentando contra la libertad de elección, liquidaría la democracia y las organizaciones políticas.
El autor está absolutamente convencido de que el “sistema estadounidense” -con las debidas regulaciones y penalidades- es el régimen constitucional de este tipo menos nocivo cuando se trata de sociedades que, como la nuestra, exhiben graves retrasos y aberraciones en las instituciones: es más fiel a la doctrina democrática, pues le otorga mayor amplitud y capacidad de acción al ejercicio de la soberanía popular; resulta más efectivo y fecundo, dado que un período de 4 años no le basta a un gobernante para desarrollar su visión y su programa; deviene más pragmático, porque obliga al gobernante a cumplir con sus electores, so pena de no ser reelegido; se apega más a la institucionalidad, puesto que le da continuidad por dos períodos a la acción gubernamental o de Estado; y, finalmente, le permite a la sociedad, al Estado y al sistema de partidos oxigenarse y remozarse por medio de la jubilación de los líderes que cumplieron su ciclo histórico.
Por supuesto, todo lo que se ha dicho hasta aquí sólo es cierto si se está pensando en la nación y su porvenir inmediato. Las conveniencias de la politiquería y el clientelismo son, obviamente, otras. Y como en el país hay tanta gente (de arriba, del medio y de abajo, partidos aparte) que se nutre de la ubre meliflua de estos últimos, lo de la engañifa puede no ser simple escepticismo o pregunta retórica… Quizás todo fue “apota” y aún hay gente que se ríe en sus adentros de nuestro limitado entendimiento.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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