Como vivimos en una época de grandes confusiones conceptuales, talvez lo primero que convenga recordar es que el patriotismo -en principio y desde el punto de vista histórico- es un sentimiento, y se forma con una combinación de amor y devoción por la heredad
Por Luis R. Decamps R. (*)
En los últimos cinco o seis lustros, acaso al amparo de la falta de información histórica que acusan las nuevas generaciones y del subsecuente olvido de lo que significó para los dominicanos el régimen tiránico que fue descabezado el 30 de mayo de 1961, en el país se ha puesto en boga decir que el dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina fue un patriota o, simplemente, un nacionalista.
Como vivimos en una época de grandes confusiones conceptuales, talvez lo primero que convenga recordar es que el patriotismo -en principio y desde el punto de vista histórico- es un sentimiento, y se forma con una combinación de amor y devoción por la heredad (lugar de nacimiento, raíces familiares, recuerdos personales, entorno de desarrollo individual, vivencias sociales, etcétera), pero en la medida en que el ser humano adquiere capacidad para la interiorización racional evoluciona hacia otras formas de expresión: el sentido de pertenencia, la ideología y una determinada forma de pensar o calibrar la sociedad.
El patriotismo se convierte en nacionalismo, justamente, cuando adquiere sentido de pertenencia a un conglomerado humano definido, decide darle a éste personalidad distintiva frente a otros de su misma naturaleza (para lo cual intervienen factores como la historia, la cultura, las tradiciones, la lengua, la psicología colectiva y las ideas respecto a su existencia y sus alternativas) y diseña una racionalidad (imaginería, ideario y valores) que justifica y legitima su presencia histórica y su vida cotidiana como individualidad social.
El nacionalismo, así, desbordando las fronteras sentimentales, deviene una postura política y una ideología en ciernes, a la par que una actitud frente al grupo humano al que se pertenece, y en esta virtud puede asumir derroteros disímiles y hasta contradictorios entre sí: su carácter y sus proyecciones prácticas estarán determinados por realidades concretas asimiladas e interpretadas a la luz de consideraciones e intereses colectivos o individuales que, no obstante su eventual disparidad, tienen un denominador común: la defensa de la nación frente a toda agresión, amenaza o peligro procedente del exterior.
A tono con las formulaciones que preceden, el devenir histórico muestra la presencia y existencia de múltiples formas de nacionalismo: el de origen patriótico, que dio origen a la formación de los Estados nacionales; el de dominación política interna, que fue enarbolado por la burguesía triunfante tras las revoluciones liberales de los siglos XVII, XVIII y XIX; el estrecho y aislacionista, preconizado por los regímenes autoritarios de toda laya; el chauvinista, practicado por el providencialismo y el destinismo políticos; y el agresor y expansionista, tan caro a los imperios y a los supremacistas raciales.
Aunque la tesis histórica de que Trujillo fue un gobernante nacionalista se le ha atribuido a Juan Bosch (lo que es cierto sólo en la medida en que se analice la figura del tirano a contraluz de ciertas ideas psicológicas y sociológicas del ilustre polígrafo de La Vega), lo cierto es que su agitación como argumento político en la era democrática comenzó con el reciclaje partidista y la rehabilitación fáctica de importantes figuras vinculadas al régimen que aquel encabezó: unos se hicieron balagueristas, otros perredeístas, algunos “revolucionarios” y, últimamente, abundan quienes se declaran peledeístas.
Ahora bien, ¿responde semejante tesis a la realidad histórica? ¿Trujillo fue, como individuo o como gobernante, realmente patriota o nacionalista? ¿Estuvo en su juventud, en su adultez o en su senilidad vinculado emocional o ideológicamente a las causas de defensa de la patria o de la nación dominicana? ¿El Estado asumió una postura de protección de la soberanía y la independencia nacionales frente a toda agresión, amenaza o peligro de fuera a lo largo de su régimen de casi treinta años? ¿O la aseveración de marras es hija de una interpretación errónea o de una clara falsificación de la historia dominicana?
La simple verdad es que a la altura del siglo XXI -y con las bases documentales y el instrumental de investigación a mano- no hay manera seria y sostenible de sustentar la tesis de que Trujillo fue patriota o nacionalista: éste nunca anidó sentimiento de verdadera devoción por nuestras raíces, nuestra historia y nuestros valores éticos como pueblo, ni tampoco concibió o puso en marcha un proyecto de nación o un plan estratégico de construcción o reconstrucción del Estado y la sociedad dominicanos. En realidad, sus poses patrióticas o nacionalistas fueron meros ejercicios de histrionismo -verbales o gestuales- dirigidos a fortalecer su poder interno y satisfacer su megalomanía y su narcisismo patológico, además de que tuvieron caracteres casi espontáneos y, en consecuencia, no se fundamentaron en convicciones o concepciones de alcance histórico.
(Si Trujillo en algún momento pareció gobernar con base en un proyecto programático, ese fue sencillamente el de la dictadura personal con tendencias dinásticas -dado que en cierta época soñó con que su hijo Ramfis lo heredera como mandamás del país-, puesto que su interés nunca fue alcanzar determinadas metas sociales, económicas, políticas o educativas en beneficio de las grandes mayorías nacionales: el nuestro no dejó de ser, durante su largo mandato, un pueblo lleno de miseria, humillado, amordazado y falto de cultura. Su programa era elemental: controlarlo todo para mantenerse en el poder, y por eso en un momento dado le daba lo mismo, por ejemplo, que se le rindiera culto a Duarte o a Santana, a Roosevelt o a Franco, a Churchill o a Hitler. Todo estaba sujeto a sus conveniencias personales o políticas coyunturales).
Antes al contrario: la mayoría de los biógrafos “post mortem” de Trujillo -incluyendo a los más obsequiosos- coinciden en considerar que éste no tenía una buena opinión sobre el pueblo dominicano (al que asimilaba al nivel de una plebe que debía estar sometida a su vasallaje, controlada por las instituciones armadas y vigilada por su efectivo y despiadado aparato de espionaje), y que resultaba casi infantilmente encandilado por las realidades de los países que visitaba, gustaba de los extranjeros de tez blanca y se desvivía por imitar o emular a la España de Franco y a la Norteamérica de la naciente Guerra Fría.
¿Es necesario recordar que como simple ciudadano Trujillo no sólo no se opuso a la invasión militar los Estados Unidos en 1916 sino que, una vez instalado el gobierno militar de ocupación, colaboró conscientemente con él incorporándose a la servil Guardia Nacional, y que siendo parte de ésta combatió a los patriotas que se sublevaron -con la pluma o la palabra- contra aquel régimen que yuguló la soberanía nacional hasta 1924? El rol desempeñado por el caporal de San Cristóbal en este período histórico está registrado indeleblemente: fue un colaboracionista, un traidor, un vulgar entreguista, un enemigo abierto y declarado de nuestra independencia, y en consecuencia un antipatriota y un antinacionalista.
Por otra parte, las acciones de Trujillo como gobernante que algunos invocan incesantemente para tratar de demostrar su alegado carácter de nacionalista son todas cuestionables, y reflejan, casi sin excepción, una postura de capataz rural y de negociante, no una conducta patriótica: detrás de la teatralidad grandilocuente de sus proclamas o sus ejecutorias, siempre había un interés por afianzar su régimen y exaltar su figura, como ya se ha sugerido, o un negocio que entrañaría el engrosamiento de su fortuna personal.
La famosa “liberación financiera” de la República Dominicana (“Tratado Trujillo Hull” de 1940, que se vendió como su primer paso porque supuso la recuperación de la administración de las aduanas, y luego el alegado pago de la deuda externa en julio de 1947, ascendente a 9,271,855.55), es una muestra de lo que se acaba de decir: en los hechos todo fue una farsa, pues aparte de que se trató de una operación económicamente cuestionable (la deuda apenas representaba el 1.76 del PIB), se pagaron las acreencias de los viejos tenedores con un préstamo del Banco de Reservas (creado en 1945) y una emisión de bonos respaldada por este último (Ver trabajo de Arturo Martínez Moya en Hoy, 27 de enero de 2013, disponible en http://hoy.com.do/mitos-en-la-historia-de-la-deuda-externa-dominicana/)… La deuda no se pagó: sólo cambió de estructura y destinatarios.
Otro ejemplo de la misma falsía lo fue el de la creación del sistema financiero nacional (octubre de 1947), que incluyó el establecimiento del peso dominicano y la sustitución del dólar estadounidense como moneda de curso legal: es cierto que implicó un acto formal de autarquía en el terreno de la finanzas públicas, pero igualmente significó una estafa de más de 11 millones de pesos en perjuicio del pueblo dominicano, tal y como lo demostró en su momento el fenecido historiado Franklyn J. Franco. (Ver Hoy, 11 de diciembre de 2010, disponible en http://hoy.com.do/la-creacion-del-peso-dominicano-la-gran-estafa-del-siglo/)… Fue un acto "nacionalista" que todos terminamos pagando muy caro.
En adición a lo reseñado, Trujillo tampoco se encaró nunca con una agresión o amenaza bélica de poderes exteriores, a menos que se consideren tales las incursiones mal armadas y poco numerosas de los opositores exiliados (a pesar de ostentar el grado de “Generalísimo” de nuestras Fuerzas Armadas nunca dirigió tropas o arengas en guerra patria ni hizo un sólo disparo contra invasores de potencias foráneas), y si en algún momento se enfrentó con determinados gobiernos o Estados lo hizo únicamente de boca o como reacción a imputaciones de hechos criminales realizadas por éstos. No hay, en este respecto, registros históricos del comportamiento patriótico o nacionalista del dictador: lo que hay es bastante documentación sobre los crímenes que ordenó, las intrigas que tejió o las agresiones que planificó y ejecutó.
En ese sentido, no fue casualidad que el tirano dominicano tuviera encontronazos con los gobiernos democráticos del continente (la Cuba de los auténticos y los ortodoxos, la Guatemala de Árbenz, la Costa Rica de Figueres o la Venezuela de Betancourt) y fuera muy buen amigo de los regímenes de fuerza (la Argentina de Perón en su etapa de progresismo napoleónico, la Colombia de Rojas Pinilla, la Cuba de Batista o la Venezuela de Pérez Jiménez), como tampoco lo es que durante la Guerra Fría resultara un excelente aliado de Estados Unidos en su condición de “campeón del anticomunismo”, pero que se enemistara con éstos y manifestara su “nacionalismo” cuando le empezaron a hablar de “democratización” o de “evolución hacia un Estado de derecho y libertades”.
Por supuesto, Trujillo sí era ególatra, racista y antihaitiano (a despecho de que por sus venias corría sangre negra proveniente de nuestros vecinos del Oeste) y exponía sus posturas en tal dirección disfrazándolas como defensa de la nación dominicana. El problema nada más era un solo: aunque proclamaba sus concepciones al tenor a los cuatro vientos, la “batalla” más importante que libró contra Haití (si es que se quiere interpretar como una acción contra ésta) consistió en ordenar el “corte” contra individuos no provistos de medios materiales ofensivos… ¡Tamaña valentía la de un general que, aparentemente tragueado, instruye a sus subalternos para que asesinen a “invasores” o merodeadores desarmados!
En suma: no hay que confundir el patriotismo ni el nacionalismo con el instinto de proteger el feudo de nuestra propiedad, la finca que asaltamos o la casa que nos robamos: eso a lo que más se parece es a lo que en Sudamérica se denomina gamonalismo, y tiene que ver con el espíritu egocéntrico, el apetito de los bolsillos y el viejo “vicio” del poder, no con el amor a la patria ni con el ideario nacionalista. Trujillo no asumía la protección del pueblo dominicano y sus valores sino que se defendía él mismo como encarnación del orden de cosas vigente y como garante de su propio estatus económico. El Estado era él, sólo él y sus posesiones (que incluían, por cierto, también a muchísima gente, genero y sector social apartes), y por ello demostraba tanto celo “protector”.
La conclusión luce, pues, obvia: el patriotismo y el nacionalismo de Trujillo eran apócrifos, postizos o de pacotilla, y su temerario y confusionista aireamiento en la época posterior a la dictadura obedece a interpretaciones históricas discutibles, a invenciones de albarderos nostálgicos y a patochadas de zoquetes y politiqueros… A lo sumo, si hemos de procurarle alguna denominación, lo del inefable “Chapita” podría ser narcisismo gamonal (si bien elevado a la décima potencia y erigido en acción de Estado gracias a los chupamedias y cobardes de siempre), pero nada más.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
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